17-07-2022
Arrastran por las aceras adoquinadas andaduras de hombres tristes. Carritos oxidados, cajas plegadas de cartón bajo el brazo. Un hogar que pasean calle arriba, calle abajo. El rótulo que da nombre al lugar está corroído por el trascurso de las estaciones, así como también están esos pobres corazones. Sus cuerpos, envueltos en harapos y reliquias que conservan con apremio, las mismas que encuentran en algún contenedor.
Una persona sin empatía hubiese pronunciado la palabra rata. Otra que tuviese empatía hubiese dicho solamente persona sin sustento. Hay mucha pobreza y abandono en todos los lugares del mundo. Prioritariamente en las grandes ciudades. Cuando daba mis largos paseos por la Ronda de Dalt hasta desembocar en el monasterio de Pedralbes, veía algunos de esos hombres tristes sentados en viejos bancos de madera y pasar largas horas bajo el sol, compartiendo su pan con las palomas. Las solapas de sus abrigos tenían gotitas secas de color granate y en mi mente resurgió el olor de los viñedos frescos. Hay una frase de Manuel Barros que dice: “El tórax es una botella de más de cinco litros, y si alguien le amenaza con una paliza él diría cuidado con el vivo, que agitado se estropea” Esta frase tendió su mano a la inevitable duda de que una moneda saciaría las entrañas de aquellos pobres hombres, sería un brebaje para el olvido. Pero tendemos a juzgar, aunque pocas veces podemos equivocarnos. Quizá la moneda seria aprovechada para un mordisco de pan o un trozo azucarado. El ojo del sol muestra el rostro real del que todo lo ve y calla. Sombras sin nombre, sin altos techos que protejan sus presentes y futuros. Encuentro en todos esos hombres leyendas con origen desconocido. Deben tener las huellas tan cansadas que hasta sus líneas serian una amalgama herida de identidad. Ellos están ahí, por todas partes. No solo en las calles, sino en las bocas de los metros, las entradas de los supermercados, canciones, parques, plazas, y armándose de valor en una cafetería para probar su suerte de mesa en mesa para ver si algo toca y saciar el hambre que enmudece su descanso. Muchos de ellos observan el constante devenir del transeúnte que decide ignorarle, como se ignora un trozo de piedra. Muchos de ellos han decidido quedarse a mitad del camino y tejer su territorio allá donde se le es permitido estar. Aquellos cuyo nombre nadie conoce y tampoco hacen el esfuerzo por descubrir. Aquellos cuya única maleta es un cartón plegable que hace de cama y un hatillo colgando en sus espaldas. Hombres de mucho mundo y mucha tristeza. Hombres de mucho vacío y mucha historia. También mujeres, también niños. Todos ofrecen la otra cara de la vida. Cuando paso cerca de ellos me hago la inevitable pregunta: ¿Qué los ha llevado ahí? Con frecuencia los veo, sentados con sus cartones pidiendo ayuda, mostrando sus barbas de días, mugrientas y espesas. Pero hay algo que les une y que tienen en común: una mirada vacía. Una mirada hambrienta de caridad y esperanza. Solo quieren un poco de belleza en sus vidas y una sonrisa que abrace todos sus miedos.
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