... siento cómo toda esa inmensidad se me mete de nuevo en mis pulmones, provocándome un leve tambaleo, 

2024-01-28

 

Tráeme canciones

 

Queda claro que la música es mi «criptonita». La sintonía de un anuncio es capaz de conmoverme tanto o más que la más excelsa de las arias de Verdi. Que me abra de poros para dejarme penetrar por una combinación de acordes, no ya sublime, sino simplemente lógica en su secuencia, puede ocurrirme varias veces en una misma canción. Ese será además el momento preciso de mi mayor vulnerabilidad: ya me esté pidiendo el estribillo que me queme en los infiernos o que me lance en busca del sol, yo cantaré hasta sentirme un ángel dotado de alas ignífugas.

Este sentimiento hacia la música que yo defino así debe ser muy parecido a lo que C. Tangana le ha contado a Évole en una entrevista: lo de sacar las melodías de sus canciones en la ducha, para luego irse al estudio a tarareárselas a quienes saben de verdad de esto.

 Esas canciones, esas composiciones que te sacuden desde su primera escucha, que se revelan ante ti como si ocurrieran ante los oídos y los ojos de un niño para el que todo ocurre por primera vez y lo hace con toda su desproporción. Como su alegría destartalada y torpe hasta reventar en carcajadas como globos de colores. Como ese mismo niño siente el peligro: inmenso y luminoso, con un resplandor que lo atrapa en su infantil ceguera. Como también se le manifiesta el propio desencanto: el abismo de los abismos; un agujero negro lleno de dolor a rebosar.

Pero al final, siempre hay una tormenta, un rayo que arrastra en su cola la ansiedad, un trueno que anuncia una calma nueva. Y vuelta a empezar la rueda que te rueda de este juego de niños en el que se convertirán las futuras canciones que te impacten.

Si me paro a pensar en ese primer momento de alguna de mis canciones preferidas,

siento cómo toda esa inmensidad se me mete de nuevo en mis pulmones, provocándome un leve tambaleo,

como una cosquilla espumosa y reconfortante, ese momento del color del cielo, que olía tan diferente a cualquier cosa que hubiera olido hasta entonces.

Pocas veces surgen ya canciones que me devuelvan esa sensación, pero no dejo de creer por ello en la música, mientras cierro los ojos y me quedo a la espera de que algo o alguien me abofeteé con un poquito de aquel todo de las primeras veces; como esa canción de Ruibal que es, en realidad una meta canción: «tráeme canciones contra este tiempo de espinas, tus labios que no se muerden, como pájaros rebeldes, como flores clandestinas».

Después, seguramente, cuando se haga un elocuente silencio, negaré tres veces haber tarareado una canción de C. Tangana.

«Comerte entere, comerte entere, comerte entere…»


 

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