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2024-02-11
Entre Waits y Bukowski
Hace muchos años, en aquel tiempo espeso, casi líquido que empeguntaba mi cuerpo con la pez de la adolescencia, cuando mis días eran un trasunto entre una canción de Tom Waits y un poema de Bukowski, la conocí a ella. Era tan joven entonces, quizá más que la tal Cass sobre la que escribió Charles y, aunque muchos que la conocieron disentirían de esto, para mí «era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego». Porque mi Cass también era líquida, comburente e incontenible como aquella otra. Una Sibila de pelo negro y ensortijado como hidras, que envenenaba mis entendederas con tan solo abrir la boca.
Cuando ella no estaba, yo era una sombra, un despojo en un rincón de un cuarto hediondo, una sábana arrugada y maloliente en un catre improvisado, una guitarra a la que alguien le hubiera arrancado las cuerdas, la voz, el alma. Pero, cuando al fin se abría la puerta y entraba, yo me iluminaba como una aparición, como un fantasma de polvo sorprendido por un haz de luz.
Y nos íbamos a la calle, y cruzábamos el puente hasta la otra orilla, atraídos por las luces del ferial, movidos por una noria de emociones que nos alborotaba el pulso y encendía nuestras mejillas con el color de las nubes en el ocaso. Todo lo que ocurría a su alrededor era un carnaval intenso y arrebatador. Hasta me daban unas ganas irresistibles de cantar, o de componer una canción allí mismo, aunque, al final, como siempre, terminaba tarareando el mismo estribillo, mientras rompía mi voz contras las aguas turbias del río: «… A Jersey girl, sing sha la la la la la la…»
Así, entre Waits y Bukowski,
un día más de aquellos densos y trabados en su ciénaga dispar,
el viento que los removía cambió de dirección, y ya nunca más llamó a mi puerta. La brasa que su paso me dejó encendida se fue apagando poco a poco, dejando la marca de un tatuaje de tizne negra: un fuego antiguo y ya extinguido para siempre.
Nunca olvidé aquel último beso y cómo se dejó llevar después, hasta que, de repente, tal vez recordó su condición de animal de la ciénaga, de serpiente negra del pantano, y retrocedió hasta la viscosidad del fango, a esa zona de la cama donde emergían un descontrol y una incoherencia extraños, puede que esquizoides, aunque, para decir verdad, aquella esquizofrenia era hermosa y espiritual. Mientras se iba, deslizándose ondulante hacia la calle, pensé que quizás algún hombre, algún algo, la acabaría destruyendo para siempre, y me sentí aliviado por no ser yo.
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