... a las ocho de la mañana teníamos Lengua.

2024-02-25

 

No me gustan los lunes

 

El mes de febrero de 1980, concretamente el viernes 29 de febrero de aquel año bisiesto, fue un día de resaca política en Andalucía. El jueves se había celebrado el referéndum sobre la vía autonómica del artículo 151 de la Constitución. Los periódicos de aquella mañana hablaban de que el resultado obtenido en las urnas constituía la pérdida de una oportunidad histórica para alcanzar el autogobierno pleno, a la altura de las consideradas comunidades históricas. Desgraciadamente, un puñado de votos había impedido que se alcanzara el especialísimo cuórum que exigía este artículo: mayoría absoluta del electorado, que no de los votantes; y en cada una de las provincias, que no en el cómputo total de la futura comunidad autónoma. Después, como las siguientes generaciones han estudiado en sus libros de texto, se dio por aprobada la vía del 151, entre otras cosas, por resultar evidentes las tropelías ocurridas en algunos colegios electorales de Almería y Jaén, donde votaron hasta los muertos. 

En primero, todos los lunes

a las ocho de la mañana teníamos Lengua.

El Botijillo, que era como llamábamos al profesor Luis Lacalle, se había ganado el mote por méritos propios, pues, cada vez que fallábamos la conjugación de algún verbo irregular, nos amenazaba con hacernos pasar el verano estudiando los verbos con el consiguiente kit de supervivencia: libro de Lengua y botijillo de agua. 

El lunes siguiente, no le preguntó a Jaime Sánchez Sánchez el presente de indicativo del verbo helar, así que el bueno de Jaime no pudo contestarle que yo hielo, tú hielas, él hiela… por lo que Lacalle no pudo interrumpirlo justo después de esa tercera persona del singular para decirle que, si se creía Dios, o se había convertido en un frigorífico; aunque otro día, sí que le haría esta pregunta para qué Jaime contestara tal cual, como el Botijillo preveía, y así ocasionar la algarabía de toda la clase cuando lo interrumpiera. Aquel lunes, sin embargo, nos mandó que escribiéramos sobre lo que pensábamos de lo ocurrido en el referéndum andaluz.  

Fue la primera vez que tuve conciencia de haber escrito algo con cierto sentido. Mi protagonista era un humilde agricultor de un pequeño e indeterminado pueblo andaluz que, azada al hombro, salía de su casa para dirigirse al tajo esa misma mañana de viernes, rondándole rabia y desazón por su cabeza, debido al desenlace que se había dado la noche anterior en el recuento de votos. De repente, se topaba de frente con una pared empapelada con propaganda electoral. Sin pensárselo dos veces, soltaba su azada y arrancaba con furia los carteles de la pared. Después, valiéndose de la herramienta, los despedazaba en el suelo hasta hacerlos irreconocibles. Pasado el momento, una vez desahogado, nuestro hombre volvía a poner la azada sobre su hombro y, triste y desesperanzado, proseguía su camino hacia el trabajo. 

Teníamos quince años y, hasta los diez, habíamos crecido en la una, grande y libre España del franquismo. Incluso puede que a alguno que otro de mis profesores de la EGB no le hubiera llegado los vientos del cambio que soplaban en todo el país, quién sabe si,

tal vez, por lo abrupto y escarpado de Sierra Mágina,

lo cual, unido a su situación interior, hacía que los vientos que nos llegaban de fuera lo hicieran apenas sin fuerza, sin repercusión. 

En apenas cinco años había aprendido mucho sobre nosotros y sobre la tierra que nos había visto nacer. Había aprendido que, después de muchas guerras, después de mucho batallar, respetar al otro, al de enfrente, con sus diferencias, nos había hecho mejor pueblo, mejores personas. Había aprendido lo que era ser hospitalario con el de fuera, hasta empaparme de su cultura, porque la nuestra es un crisol de muchas otras. Había aprendido que, Neblín, Sierra Mágina, Andalucía, España, Iberia, Europa, la Humanidad… serían tan libres como nosotros lográramos ser justos y sabios.  

El viernes 29 de febrero de 1980 fue un día raro, que también evidenció todas y cada una de las virtudes que tenemos como colectivo: nuestro sentido de pertenencia, nuestra apertura de miras, nuestra templanza y nuestra infinita paciencia. Todas ellas juntas son reconocibles a lo largo de los siglos como señas de identidad del pueblo andaluz, o eso me enseñaron. 

Siempre que recuerdo aquella clase del Botijillo y mi redacción sobre la eterna frustración del pueblo andaluz, de inmediato me viene a la cabeza la canción «I don´nt like Mondays» de los Boomtonw Rats, porque la educación es el territorio donde todo el aprendizaje sucede, ya que nunca se deja de aprender; es algo consustancial al ser humano. Intento comprender los motivos que pudo tener Adam Lanza, el protagonista real de la canción, para entrar en clase pistola en mano. Intuyo que mucho tiene que ver con esa fábrica de obreros especializados y competitivos en la que nos modelan para ser útiles y afines al sistema. Por eso, porque la escuela no es sinónimo de educación, sino de instrucción, nunca he olvidado la frase de Séneca que había grabada en el paraninfo de aquella majestuosa construcción franquista donde quizá pasé los cuatro años más importantes de mi desarrollo como persona, y que hoy es sede de la universidad de Córdoba: «para el bien de todos trabajan y combaten los mejores».


 

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