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2024-03-10
Las caras cantan
No os he dicho que yo nací en Bélmez de la Moraleda. Hubo un tiempo en el que los niños de las caras —es decir, quienes éramos niños en el año 71 cuando aparecieron los famosos rostros en un fogón de una casa de mi pueblo— renegábamos de ellas. Bueno, de ellas y de todo, como parecía ser preceptivo que nos ocurriera durante aquella época en la que estaba por decidir la vida misma, y cuyas dudas, sueños y desengaños arrastraremos como una condena hasta el mismo día de nuestra muerte. Y así vinieron a darse los acontecimientos que, mientras nos revolcábamos en una adolescente e insufrible autocompasión, España, el mundo y la humanidad entera eran testigos de cómo los contornos de las famosas efigies terminaban por diluirse en el batiburrillo del acervo popular. Al final, casi nadie las recordaba ya, porque, sin que tomáramos conciencia de ello, habían dejado de ser algo palpable y propio, para pasar a ser una vaga idea, una mancha imprecisa en el imaginario colectivo; habían dejado de ser «nuestras caras» para convertirse en «las caras».
A pesar de los contratiempos y —hemos de confesar— de los celos que esto nos produjo, continuamos, sin embargo, con el reojo puesto en ellas: siempre atentos al más mínimo detalle que apareciera, ahora que ya no nos pertenecían; ahora que eran de todos y de nadie. Hacíamos como que no iba con nosotros; pero, era escuchar un chiste, o la estrofa de una canción en la que las nombraran, y se nos erizaba el vello de inmediato. Al final, todas esas noticias y curiosidades que de vez en cuando aparecían sobre las caras conformaron un sedimento, una capa hecha de polvo y de ruido, que cubrió nuestro dolor; el Betadine que fue curando y relativizó nuestra herida.
Lo más prodigioso de esta necesaria cicatrización lo trajeron las canciones.
No en vano, la música es, no sé si una terapia o una medicina, en cuyo prospecto invisible dice: especialmente indicada para las enfermedades del alma y para todos aquellos que padecen preocupantes síntomas de desmemoria.
Corría el año 1984. Ese fue el año de Deseo carnal, con toda probabilidad el disco de la llamada «Movida madrileña» que más se escuchó en emisoras, discotecas y pubs españoles durante los dos o tres siguientes años, aunque bastó una estrofa del segundo corte de su cara «A» para que se produjera nuestra redención. Una sola estrofa de aquella canción que cantábamos «a grito pelao» alcanzó, como si se tratara de un conjuro, para curarnos del reniego y que se aliviara nuestro resentimiento: «las caras de Bélmez quisieron hablar, la prensa amarilla las hizo callar; sin más, quisieron hablar».
Los antiguos Pegamoides, ya convertidos en los Dinarama —con, «a» de Alaska—, habían sacado el disco más exitoso de su carrera, donde «Isis», no solo fue la primera canción que hablaba de las caras de Bélmez, sino que constituyó una vindicación de todas las injusticias que una década antes se habían cometido contra el fenómeno. La letra de Nacho Canut y de Carlos Berlanga, además de recordarle al mundo entero el oprobio sufrido, se ponía de nuestra parte; o de parte de las caras, que no era lo mismo; pero para nosotros era igual.
Desde entonces hasta aquí, han surgido numerosos grupos musicales llamados Bélmez o Belmez. Y ha sucedido en España, Estados Unidos, Alemania… con composiciones que comprenden un amplio abanico de estilos: gótico, punk, pop, rock, rap, dance… Pero, sobre todo, ha habido una infinidad de canciones que hablan, sabiendo o sin saber, de un lugar mágico en el imaginario colectivo, sobre el que construir metáforas y descansar melodías, cuya lista de reproducción hoy ameniza nuestra travesía de vuelta a Bélmez.
Poco a poco, canción a canción, hemos aprendido a reírnos de nosotros y de todo lo que nos rodea. Ya no queremos mandar a la hoguera a quien se toma el nombre de las caras en vano, sino que celebramos abiertamente sus ocurrencias. Y es que, en su «Salvad a las ballenas», Ángel Stanich tiene más razón que un santo: si te hacen una foto en el mayor festival de música reggae de Europa, lo más seguro es que, aunque solo sea por el ambiente que se respira allí, se te ponga «cara de Bélmez», ¿o acaso es que solo yo le saco el parecido a Bob Marley con la Pava? Incluso,
a veces, sin llegar a comulgar con ruedas de molino, nos hemos dejado llevar por la música, hasta el punto de tragarnos algún que otro sapo.
Porque los raperos no se andan con remilgos, y siempre dicen estar llamando a las cosas por su nombre, como cuando Violadores del Verso aseguran que las caras son tan pufo como el «ligre» —cruce de tigresa y león—. Claro que la inmediatez de reflejos que exige el rap les ha impedido caer en la cuenta de que ser algo raro o inusual no es sinónimo de ser un timo. Aparear una tigresa con un león —Asia y África— es raro; pero, al menos, se conocen veinte casos en el mundo. Y sobre lo de las caras y sus rarezas, ¡qué os voy a contar que no sepáis!
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