JUAN CANO PEREIRA 

"La música de cualquier país se ensucia de otras músicas para sobrevivir bajo una nueva identidad

2025-08-10

Mixturas

El jueves 31 de julio murió Flaco Jiménez, acordeonista texano, abanderado junto a mi preciado Ray Cooder —de quien ya os rebobiné por aquí esa desolada geografía que dibuja su «slide» por las cuerdas de una guitarra— de la música «tex-mex», que, como decía el propio Flaco, «es una adaptación que los tejanos hicimos de la polka que habían traído los alemanes» a América, entendida aquí, no en una acepción apropiadora y restringida, a lo Trump, sino en el sentido amplio del término, ya que ese acordeón —muchas veces tocado por manos con pasado nazi— también fue incorporado a mediados del siglo pasado a la cumbia y al ballenato por músicos colombianos como Francisco el Hombre, cuyo mítico duelo de improvisaciones con el diablo recogió García Márquez en las páginas de Cien años de soledad.

La música, hilo conductor de estas reflexiones que aquí os hago cada quincena, es para mí la más genuina y auténtica de las manifestaciones culturales de cualquier sociedad. No hay trampa ni cartón en los aires que la llevan de aquí para allá, dependiendo del soplo de un inconsciente colectivo que, aunque parece espontáneo, no es sino el resultado de una evolución que puede llevar mucho tiempo, a veces siglos.

Así tenemos el rock, en cuyas aguas confluyen el country y el blues, lo blanco y lo negro. O más revelador aún desde el punto de vista de las diferentes corrientes, culturas, razas, mezcolanzas que pueden llegar a conformar un determinado estilo musical: nuestro flamenco, resultado de una mágica mixtura de los cantos de siega y trabajo de braceros en la baja Andalucía, muy similares a los de los agricultores castellanos, aragoneses, gallegos o asturianos, con la música bizantina, pasando por la judía y, sobre todo, por la herencia proveniente de la tradición musulmana, principalmente la de carácter religioso.

La música es mestiza por naturaleza. No se rasga las vestiduras por lo que no es autóctono, sino que se lanza a los brazos del reguetón sin mirarle el pasaporte a sus intérpretes. La música de cualquier país se ensucia de otras músicas del mundo para sobrevivir bajo una nueva identidad en la que se van superponiendo distintas capas que la enriquecen. Y todo sin dejar de ser auténtica por contagiarse de la vida que transcurre y que suena a su alrededor. De ahí mi secreto deseo en estos rebobinados porque la vida se termine pareciendo a la música; porque la vida se marque, de una vez por todas, un himno a la tolerancia, o al menos se calce el estribillo de esa magnífica canción de Jorge Drexler: «yo soy un moro judío que vive con los cristianos. No sé qué dios es el mío, ni cuáles son mis hermanos».


 

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