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2024-08-11
Escuela de emociones
—¿Recuerdas qué canción sonaba en la radio mientras lo hacíamos aquella primera vez? —y el silencio se hace entre los dos. Yo le pongo caras divertidas, porque estoy convencido de que no la recuerda; ella pone cara de fastidio, como si realmente le hubiera incomodado el olvido. Ahora, ya solo se oye un rumor de tazas y cucharillas, que por un instante ahoga la voz del camarero, mientras dice el importe de una comanda, justo antes de ese timbre que le chiva que la caja está abierta.
Por una vez habíamos quedado en un día —no recuerdo la fecha, pero sí sé que era mitad de junio— y una hora —las cuatro treinta de la tarde—. Por eso, nada más comer, me fui a la habitación: orden y sábanas limpias. Después, me metí en la cama. Entre mi nerviosismo y su retraso, pronto adquirió la apariencia habitual de sábanas impacientes. Así, cuando por fin llegó alrededor de los cinco y cuarto, me evité su mueca burlona por «haber preparado el escenario».
—Te daré una pista: junio de 1984; hacía menos de un mes que había salido el disco que vino a cambiarlo todo en el panorama nacional y, aquella canción, el primer «single», sonaba y sonaba en la radio todo el día.
Nunca, ni antes ni después, fuimos más torpes.
Ese es el momento que había olvidado detrás de tanto mal rollo: su sonrisa nerviosa e impaciente, mientras la cabeza se le disparaba a la velocidad de la luz, entre tantos pasajes leídos en sus libros sobre un hombre y una mujer ante el acto, aunque era consciente de que lo nuestro, de momento, solo era un boceto. Y mi mirada, por fin, tomando nota de cómo eran sus ojos, mientras pensaba que mañana sería su olor lo que percibiría; y que, pasado, su voz; y al otro su pelo; y así todos los días, hasta volver a empezar de nuevo por sus ojos, que tendrían un brillo nunca visto… Y todo eso me lo ha traído aquella canción.
—Una curiosidad y una pista a la vez: esa canción tiene el riff de guitarra más famoso de la historia de la música popular española, pero resulta que nadie en el grupo al que pertenece su autoría —ni siquiera su gran guitarrista— son autores de esa melodía que, nada más sonar, nos hacía bailar como posesos.
Esto demuestra que ambos vivimos aquella historia a distintas velocidades; que ella andaba unas cuantas estaciones por delante, mientras a mí, los trenes siempre me han provocado, no sé, una extraña inquietud. Porque yo siento un odio visceral por los trenes. Bastaron tres, cuatro malas experiencias —algunas de ellas demasiado seguidas para considerarlas casualidad—, así que, evito utilizar la maltrecha y maltratada línea férrea española. Puede que mi manía se deba a que, al contrario que a Sabina, estas malas pasadas ferroviarias me ocurrían siempre cuando viajaba desde el próspero norte a ese pueblo mío tan hermoso como oculto y encerrado sobre sí mismo. Aquellos trenes de los años setenta y ochenta seguían siendo animales mitológicos que significaban la huida, la fuga, la aventura; y la vida, y la libertad. Pero nunca me depararon ni efímeros amores de una noche, ni me olvidaba de pagar el tique de mi consumición en ninguna estación. Es más, procuraba no apearme en las paradas; estaba convencido de que el mal fario siempre andaba cerca, enganchado en el vagón de cola.
—El verdadero autor de aquella falseta pop fue Charli de la Mata, ¿te acuerdas?… el guitarrista de Yacentes que luego lo fue de Tarik y la Fábrica de Colores… pues tocaba entonces en Yacentes, y actuaban como teloneros de «ese grupo», cuando, estando en el «backstage», Charli le hizo ese riff al guitarrista de ellos. Y como le gustó tanto, decidió regalárselo sin más.
—¿De verdad?
—Tendrás que creerme. Desgraciadamente, el pobre Charli ya no está, aunque tal vez Alvarito Muñoz lo pudiera corroborar. Tendría que llamarlo un día de estos para que me lo confirmara.
—Me rindo, no caigo.
—Pues no te lo pienso decir. Castigada por tu olvido.
Digo esto sonriendo por mi hallazgo, mientras tarareo sin darme cuenta la canción: tu tu tu tu tu tu… tu tu tu tu tu tu…tu tu tu tu tu tu… tu tu tu tu tu tu tuuu…
—Claro, ¡cómo no he caído!… ¡Era «Escuela de calor»!… ¡Qué torpe!…
—¿Quién?… ¿Tú por no adivinarla, o yo por haberla tarareado como un imbécil?
Los dos nos reímos: ella tal vez de mi torpeza; yo, porque por fin llegamos a la vez a algún sitio, aunque esta estación no tenga ningún cartel que diga dónde estamos y, para colmo, la niebla no nos deje ver más allá de esta mesa.
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