FLORI TAPIA 

"Cuando era pequeña me gustaba ir a la farmacia.

2025-03-09

Vis a vis

 

Hace ya tiempo que ir a la farmacia es casi un deporte de riesgo a cuenta del tiempo de espera que entraña comprar un balsamito para los labios cortados o un paracetamol.  Y de paciencia, claro. Cuento mucho que a mí el Efferelgan efervescente de 1 g me resuelve con bastante eficacia un dolorcillo, y lo tomo como el que se toma un gin-tonic, de hecho, hasta me sabe a tónica: sin prisa, a sorbitos, disfrutándolo. A veces me quedo con las ganas de abrir una cajita que compré con chuminadas de esas que se ponen ahora en los pelotis, pero la cordura se impone y al final desisto de echar sobre el paracetamol unas semillas de pimienta rosa, unas vainas de cardamomo o unas bayas de enebro, no vaya a ser que me atragante y sea peor el remedio que la enfermedad, pero un día me voy a liar la manta a la cabeza y voy a sucumbir a la tentación.

Cuando era pequeña me gustaba ir a la farmacia.

Me quedaba embobada viendo las vasijas con nombres de hierbas y raíces, también me gustaba medirme en el espejo y leer los nombres de los potitos, y eso que antes la oferta era muy limitada, así que yo recuerde los había de ternera jardinera, pollo con arroz, verduras con patata y pescado, pero lo que más me molaba era ver ese ceremonioso gesto de recortar con un cuchillito (después se puso de moda hacerlo con un cúter) los cartoncillos de cada medicamento, envolverlos con ese papel finito y poner el celo en los extremos. Buah, es que me encantaba.

Solían estar a nombre de un señor licenciado las boticas, aunque fueran mujeres las que despacharan, eso también ha cambiado. Y se les consideraba medio galenos o galenos enteros, llegando a tener más peso en sus recomendaciones que el propio médico o practicante de turno. Practicante. Si es que me lío y no paro, cada vez que una palabra me recuerda algo. Pero voy a centrarme.

Ahora vas a la farmacia y, como haya dentro un par de abuelos, estás apañado. Yo pensaba que iban al supermercado y de vuelta a casa paraban en la farmacia, pero no, resulta que lo de los carros de la compra es para meter los pañales y los bolsones de cajas y cajas de medicinas que justifican que desde que llegas y hasta que toca que te atiendan, pueda pasar media hora larga, aunque solo haya dos personas por delante.

Sin entrar a valorar el negocio de la industria farmacéutica y su lado oscuro, que te digo yo que lo tiene, se me pone la carne de gallina solo de pensar en que se haya normalizado el hecho de que pasando de los sesenta, cualquiera salga de la farmacia, como poco, con una bolsa de Mercadona con todos los avíos. Y tanto me espanta que no voy a profundizar en el quid de la cuestión sobre la que cada cual tendrá su opinión.

Claro, eso justifica, que ahora esos establecimientos sean casi del tamaño de una cancha de baloncesto y que la oferta de productos sea tan diversa. La mía es pequeña. Bueno, parece pequeña, pero la trastienda tiene pinta de ser más grande que mi casa, y el espacio entre el mostrador y la puerta de la calle está calculado para tres o cuatro personas. Llamo, mía, sin serlo, a la farmacia que tengo más cerca. Tiene unas rejas desde el techo hasta el mostrador, que parece que en vez de comprar suero estás en prisión preventiva esperando un vis a vis. Claro, eso de las rejas dificulta la entrega de los paquetes, de modo que una vez terminado el proceso de escanear los códigos de barras y registrar cada una de las medicinas en el ordenador, tienen que abrir la puerta que hay al otro extremo de la reja, para la mercancía voluminosa, lo que añade unos minutos de espera, porque mientras una retira la bolsa, la otra le dice que pase mañana porque no le quedan Seguril ni Simvastatina, y la abuela que si no puede bajar por la mañana porque les traen a los nietos y la otra que venga cuando pueda y cuando te toca, y para una mierda de caja de antibiótico que tienes cargada en la tarjeta, te dicen que no te la pueden dar porque en la receta pone 50 miligramos y solo les queda de 75, pero que te la pueden pedir y pasar a recogerla al día siguiente, y te acuerdas que a la señora de antes le ha dicho lo mismo, con lo que no te queda otra que armarte de valor y volver mañana cruzando los dedos por el camino para no coincidir con otro abuelo que haya pensado que es mejor ir por la tarde, que habrá menos jaleo.

Visto lo visto, no estaría de más que cuando la farmacia está hasta arriba, nos ofrecieran a la entrada una ronda de lexatines o un vaper de cannabis a fin de amenizar la espera —mientras se llenan los carros y las bolsas de nuestros mayores de comprimidos, sobres y pañales— al objeto de enmascarar, aunque sea un rato, la desidia que produce ese panorama tan desolador de químicos al por mayor. 

Porque eso de tirar de respiración consciente como forma de relajarse de manera natural, no está científicamente demostrado y es de locos, claro.


 

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