FLORI TAPIA 

"Vuelvo a la lluvia. Me gusta la lluvia.

2025-03-12

Amaoto

 

Me dicen por el pinganillo que la primavera viene fuerte. Con lo que ha llovido en estos días es de esperar que empiecen a brotar las amapolas —y las alergias— con toda la fiereza de la que la naturaleza es capaz. Puede que no sean las flores más bonitas, pero me fascina que con su aparente fragilidad sean capaces de besar un bordillo o una alcantarilla. Encuentro que también hay personas así, que después de largos y cruentos inviernos personales acaban floreciendo y embelleciendo, con su insignificante presencia, el propio asfalto.

Soy mujer de lluvia, aunque en términos astrológicos, como buena libra, sea de aire. Lo fui del viento mucho tiempo, pero el viento está como una cabra y una ya no está para que la despeinen. Una cosa es ese airecillo, esa brisa que tontea, que hace cosquillas, que acaricia, que va y viene con amabilidad, y otra cosa es ese viento que todo lo revuelve, lo descoloca, lo arrasa, da la vuelta a los paraguas y hace que se me instale un nido de murciélagos en el pecho: ese viento no lo quiero.

Parezco la mujer del tiempo. No sé si os habéis dado cuenta, pero es muy habitual que las mujeres que anuncian en televisión las previsiones meteorológicas lo hagan tirando de psicología inversa: mientras el croma ofrece nubes, rayos y copos de nieve ellas van vestidas como si acabaran de salir de un chiringuito de playa para la trasmisión. Por el contrario, cuando en el mapa solo hay claros y soles y el termómetro se muestra en rojo, las ves abrigadas como si fueran a hacer una escapada a Ávila. Porque en Ávila siempre hace frío, aunque parezca que haga calor.

Supongo que algo tendrá que ver el uso y abuso de los aires acondicionados, porque en los espacios de trabajo suele ocurrir algo parecido, y en ese sentido los hombres tienen menos opciones, principalmente cuando han de ir vestidos con traje, porque la alternativa de camisa de manga corta debería ser coto reservado para los testigos de Jehová que te paran por la calle con la intención de explicarte los pasajes de la Biblia.  Antes era habitual que llamaran al timbre para ofrecer sus conocimientos, ahora cuentan con una parafernalia algo más sofisticada: te los encuentras apostados en cualquier esquina junto a un caballete dispuestos a pegarte la chapa con ínfulas de juglares del siglo XXI.

Vuelvo a la lluvia. Me gusta la lluvia.

Aunque no me gusta esa palabra que se ha inventado para definir a quienes somos afines a este fenómeno de la naturaleza: pluviofilia. Cuando es pausada me genera calma y me gusta salir a la calle con o sin paraguas, porque no me importa mojarme. Cuando es más fuerte, no solo me produce sensación de bienestar, es que siento como si se llevara consigo todos mis demonios.

Quienes más me conocen me dicen estos días: “tú estarás encantada, pero ya se está haciendo pesado”.  A ver, a mí lo que realmente me fastidia de este tiempo es el problema de secar la ropa porque no me hace gracia ninguna tender dentro de casa. Siendo honesta no me hace gracia tender ni dentro, ni fuera. Mi abuela era de las que planchaban la ropa de cama, los paños de cocina y la ropa interior. Yo también. Ahora mismo.

Lo de que la arruga es bella es una falacia, desde luego, pero habría que empezar a normalizar que la ropa es ropa. Yo le gano la partida a la plancha poniendo cierto esmero al tender, porque, aunque no me guste, cuando me pongo, me pongo, y tengo un manejo con las pinzas que ríete tú de los ermitaños de Supervivientes, y ese es el gran secreto de evitar la plancha, aunque en ocasiones especiales recurra a una de esas verticales, que hacen su función tan ricamente sin tener que sacar la tabla y padecer de lumbalgia tres días a cuenta de la postura.

Pues eso, que quitando que la ropa no se seca con este tiempo, no siento esa necesidad de que deje de llover. Amo el petricor, ese olor a tierra mojada que en el campo es como sentir la naturaleza jugando a cazar mariposas en los pulmones, amo el ruido que hace cayendo sobre mi tejado, para lo que en japonés existe una palabra: amaoto, y amo ver cómo está creciendo la hierba en mis montañas, que ni son mías ni son de nadie, o cómo esa misma lluvia me está centrifugando viva por dentro. Ya tendré tiempo de tender mi alma al sol en cuanto escampe, con cuidado de que el viento no haga una de las suyas y arrase con ella, otra vez. Y si vuelve, que sea para bailar conmigo entre amapolas.


 

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