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FLORI TAPIA "Esto no es nuevo |
2025-06-01
Teseo, vuelve
Me contó hace unos días una amiga, que se ha marchado a su pueblo a desconectar porque le resulta muy difícil vivir “en un mundo tan cruel, tan dividido, tan despreciable en las grandes y en las pequeñas cosas”, y la entendí, de hecho, cuando recibí su mensaje acababa de mantener una conversación con el viento sobre lo mismo.
No me gusta esta vida. Me hace daño. Porque el veneno en flor que da nombre a esta sección no es más que el disfraz con el que intento protegerme, sin embargo, me siento como un sphynx, uno de esos gatos sin pelaje, expuesta a todo, vulnerable, baja de defensas ante el desosiego que produce la sensación cada vez más integrada, de que en este mundo no hay espacio para mí.
Y no es que no lo haya —será por mundo— pero se me hace muy cuesta arriba el no estar en consonancia con el rumbo que lleva. No lo veo como un espacio seguro y menos aún como un lugar amable.
Vivimos en una sociedad cada vez más enferma que rechaza la diversidad, que no tolera aquello que es diferente, y que fruto de esa intolerancia emplea el arma de la descalificación y la imposición de normas rígidas con el fin inhibirnos de la capacidad creativa que nos libere de ese yugo, generado un clima opresivo, contaminado, en el que impera el pensamiento único, ese pensamiento impuesto por quienes manejan el cotarro y temen el despertar de la conciencia colectiva.
Esto no es nuevo.
Cuenta el mito que Procusto tenía una posada que servía de alojamiento a quienes buscaban descanso en las colinas del Ática, con la peculiaridad de que apenas disponía de dos camas de hierro de muy diferentes tamaños, y cuando sus huéspedes dormían, les amordazaba y les cortaba las piernas si estas sobresalían de la cama, o los descoyuntaba para estirar sus cuerpos cuando estos eran más pequeños que el aposento.
Hizo de las suyas con todos los viajeros que pasaron por su posada a fin de que pudieran encajar en las medidas de sus dos camas, hasta que Teseo le dio a probar de su propia medicina, y desafió al posadero a comprobar en cuál de las dos camas encajaba. Una vez que Procusto se quedó dormido en la más pequeña de sus camas de hierro, le decapitó y le cortó a hachazo limpio los pies.
La mitología es una fuente inagotable de simbología, y en este caso, el mito de Procusto demuestra que, varios siglos después, aun se nos exige encajar en estrictos moldes, de lo que se deduce que no hemos evolucionado mucho en ese sentido, aunque se hayan inventado unos cacharritos de goma para que las mujeres podamos orinar de pie y en cualquier sitio. Ya ves tú el invento: pues no he visto yo a señora mayores con salpicaduras de orín en las piernas de hacerlo de pie sin tanto aspaviento y sin el cacharrito ese. Una ordinariez, dicho sea de paso, aunque al suelo pélvico, la urgencia se la trae floja.
Cuando era joven solía pensar que en otra vida desearía ser hombre, entre otros motivos, por ese, el de poder hacer pis en cualquier sitio sin necesidad de ir acompañada de una amiga que haga de perchero y te sujete el bolso y la chaqueta mientras vacías. Estando embarazada, esa necesidad de hacer pis era bastante insidiosa y a menudo incompatible con los paseos que recomiendan las matronas, sobre todo en el último trimestre. Recuerdo un día que me dio por ir andando a Jesús de Medinaceli, no me preguntes por qué. ¡Es lícito que a los no creyentes nos den algunas veces esos arrebatos!
El caso es que en los casi cinco kilómetros que hay desde mi casa hasta la basílica, tuve que parar en tres bares, y como quiera que me moría de la vergüenza solo de pensar en usar el baño sin tomar nada, cada vez que paraba me tomaba una manzanilla, de modo que al poco tiempo necesitaba parar de nuevo y volvía a pedirme mi infusión con hielo. Nunca he tenido arrestos para cosas tan simples como esa. Simplemente me muero de la vergüenza.
En dirección contraria y mucho más cerca de mi casa, había un pequeño supermercado con aseo, y aunque al encargado le tenía loco, no se me ocurría entrar al wc sin comprar, antes o después del desahogo. Esa era la ruta habitual de mis paseos, porque me tranquilizaba saber que en caso de necesidad, podría entrar. Aquel muchacho era encantador. Cada vez que me veía por la tienda se acercaba a mí, me saludaba, me preguntaba si necesitaba algo, muy del estilo de los empleados de antaño de ECI, y aunque no llegara a incomodarme, yo me daba cuenta de que, a los reponedores y a los empleados de los puestos de charcutería, carnicería, y pescadería, tampoco les pasaba desapercibida la atención que su jefe tenia conmigo.
La primera vez que pedí que me llevaran la compra a casa, al recibirla vi varios artículos que yo no había puesto en mi carro: una linterna, una crema, un ambientador, refrescos, una cuña de queso y alguna cosilla más, que tampoco aparecían en el ticket. Me extrañó tanto que llamé a la tienda por si habían mezclado productos de otro pedido con el mío. Me pasaron con el encargado sin yo decir nada, y cuando se puso al teléfono me dijo que era solo un detalle, como el de haber dejado dicho en caja que no me cobraran el porte del pedido. Le di las gracias, por supuesto, pero me sentí algo incómoda.
Las siguientes veces sucedió lo mismo: más regalos de promociones, más cosas que yo no había pedido, y el ticket sin el importe del reparto a domicilio. Esto duró hasta que un día mi marido quiso venir conmigo a hacer la compra, supongo que también un poco mosca con las intenciones del encargado: en cuanto me vio aparecer acompañada le cambió el gesto y dejó de tener esos detalles, lo que en cierto modo me supuso una liberación. Incluso en aquel momento en el que se acercó a mí y los presenté con toda la naturalidad del mundo, tuve la sensación de que pensó que lo había hecho así para que captara la indirecta. Como si yo no hubiera sido capaz de cortar por lo sano a la mínima que hubiera percibido que sus gestos hacia mí iban un poco más allá de ser amable y especialmente atento.
No le vi nunca más.
Pregunté por él y me dijeron que había pedido el traslado a otra tienda. Y meses después, me enteré de su muerte por casualidad: había fallecido en la tienda en la que trabajaba, de un infarto, a los cuarenta años.
Se muere gente que no se había muerto nunca, y algunos, lo hacemos un poco cada día, por no encajar en el molde de las camas del posadero del Ática, y a cuenta de este mundo en el que no queda apenas espacio para el amor, para la poesía, para la ternura. Pero sí para las bombas y para esos embudos de silicona por los que se desliza el pis sin tener que agacharse. Pa mear y no echar gota, vaya. Por favor, Teseo, vuelve.
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