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FLORI TAPIA "A veces, hay palabras o expresiones que hacen eco en mi mente, sin que a menudo sepa el porqué de esa insistencia. |
2025-05-18
Sayonara, baby
Escucho Decoherence, de Scott Buckley, mientras asumo el compromiso de la página en blanco. La música de este compositor es tan envolvente y cinematográfica, que a menudo recurro a él cuando necesito que se abra la espita de mi creatividad frente al teclado y montarme mis películas. En cierto modo soy una esponja que queriendo o no va absorbiendo todo lo que acontece a mi alrededor.
A veces, hay palabras o expresiones que hacen eco en mi mente, sin que a menudo sepa el porqué de esa insistencia.
Mi hijo se descojona. La última vez que me pasó fue hace unos días. Cuando fui a despertarle le pregunté, como de costumbre, qué tal había dormido. Él suele contestar que bien y me pregunta a mí lo mismo. Le respondí que yo también había dormido bien, pero que se me había quedado una palabra dando vueltas en la cabeza y que ni quiera sabía el significado de la misma, si es que tenía alguno, en otro idioma. Esa palaba era “levandosqui”, aunque él interpretó que me refería Lewandowski, que por lo visto es un futbolista polaco que juega en el Barça, a quien no tengo gusto ni disgusto de conocer y al que ni siquiera podría poner cara.
No es mala forma de despertar a un adolescente verle muerto de la risa con esas palabras que a veces se quedan atrapadas antes, durante y después del sueño en mi inconsciente, más cuando tienen que ver con su tema de conversación favorito: el fútbol. Por curiosidad busqué en internet el origen de dicha palabra, y parece ser que proviene de lewanda, que sería traducida al castellano como lavanda. Eso ya me cuadra más. Debe ser que la parte de mi inconsciente que alberga los sueños tiene facilidad para los idiomas, pero manda cojones que cada vez que se me enquista una de esas palabras, sin ton ni son, encontrar el sentido de la misma me lleve a recordar aquel programa, El tiempo es oro, presentado por Constantino Romero, en el que la pregunta final resultaba tan compleja que los concursantes habían de ir resolviéndola por partes, hundiendo sus narices de ratones de biblioteca en aquellos tomos enciclopédicos. Se dio la casualidad de que coincidí con él una vez a la salida de Torrespaña, y después de intercambiar un saludo y poco más, se despidiera de mí, al estilo Terminator, con un sayonara baby que se me quedó clavado para los restos. Como muchos recordareis, fue la voz de Clint Eastwood. Roger Moore o Arnold Schwarzenegger hasta que falleció de ELA poco después de retirarse, con apenas sesenta y cinco años.
Lavanda me lleva a Brihuega, ese pequeño pueblo alcarreño al que han dado en llamar la Provenza española, aunque antes de que fuera un lugar tan popular yo ya lo conocía por la cantidad de veces que iba con mi padre, por asuntos de trabajo, a comprar material de obra. El mes de julio, se convierte en un pueblo violeta muy instagrameable en el que la lavanda se hace presente no solo en sus campos, sino en sus calles, en los comercios locales, y en los productos elaborados a partir de dicha planta o su tonalidad característica, desde galletas hasta cerveza artesanal pasando por velas, cremas, abanicos o jabones. Y es costumbre visitar los campos, con permiso de los abejorros, vestidos de blanco, y ver el atardecer cayendo sobre hileras del cultivo de lavanda, resultando una experiencia embriagadora no solo para la vista, sino para el olfato, por ese olor tan dulzón y penetrante que desprenden las pequeñas flores moradas.
Algunas veces hemos puesto el broche a la experiencia sensorial con una tortilla de patatas y un picoteo en mitad del campo. Eso lo he heredado de mi madre, a la que le ha gustado siempre llevar sus tarteras y sus aperitivos en cuanto íbamos al campo o pasar el día fuera.
Hablaba al principio de las películas que me monto, cuando escribo contando mis cosas. Películas que algunos asociáis con Almodóvar, desde que Pedro hace cine y desde que yo escribo, porque esto no viene de ahora. Sin embargo, por peliculeros que resulten mis relatos, no recuerdo haber escrito ficción nunca. Y no es que me pasen cosas que no pasen normalmente, es que las cuento; simple y llanamente es así. Otra cosa es ese as bajo la manga que nos guardamos los autores para jugar al despiste si la ocasión lo requiere, y no tener que dar explicaciones sobre cuánto hay de verdad en cada cosa que contamos: es como un guiño a la fantasía, y a veces un salvoconducto que nos permite no reconocer que todo lo que hemos escrito lo hemos vivido y lo hemos sentido de la manera en la que lo hemos contado.
Acabo de terminar de leer Esperanza, la autobiografía de Francisco.
Cuando me lo regalaron para el día de la madre, estaba con el último libro de Dolores Redondo Los que no duermen NASH, Eres luz, de Félix Torán, y el último de mi amiga Gloria Nistal, Me niego a dar por soñado lo vivido. Mi vida en África. Siendo yo más creíble que creyente, frase que rescato de una de las últimas páginas de la autobiografía de Francisco, confieso que me he emocionado, y que hay algo del artículo anterior, dedicado a él, sobre lo que querría hacer una apostilla. En dicha columna, que lleva por nombre La flor del corazón, escribí lo siguiente: “quizá no pase a la historia como el papa más erudito e intelectual, pero sin duda ha resultado para muchos ser el más humano”. Debí añadir que poseía una inteligencia emocional incuestionable, atributo que, por otro lado, considero en la época en la que vivimos, más necesario que nunca. Más aún cuando orbitan sobre la cabeza palabras, nombres e ideas que no acabamos de entender, y que podrían ser mensajes del universo, cargados de buenas intenciones, tras una sucesión de pistas aparentemente inconexas:
Levandosqui, lavanda, violeta, Brihuega, Castilla La Macha, Almodóvar, mis películas. ¿Lo ves? Al final, todo encaja, aunque sea con calzador. Sayonara, baby.
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