FLORI TAPIA 

"El primer año un amigo de Marco le trajo un balón de fútbol de regalo.

2025-05-10

Tinto de verano

Debería haber un término medio entre hacer la comunión como yo la hice (un domingo de Ramos, sola, sin decir ni pío a nadie) y entre cómo se hacen ahora esas comuniones en las que lo que menos importa es llevarse a la boca el pedazo de pán ácimo, y lo que conlleva el ritual. Pero no me estoy refiriendo tanto a la ceremonia como al tinglado que se organiza.

Tendrían que hacérselo mirar quienes se hipotecan a cuenta de cualquier celebración. Lo mismo me da que sea un evento de la BBC (bodas, bautizos y comuniones) que un cumpleaños. Esto último es de traca. Yo recuerdo cuando era niña celebrarlo en casa. Cayera en el día que cayera venían mis abuelos, mi madre preparaba de comer lo que tuviera pensado ese día, y por la tarde se hacía una merienda-cena, con su tarta de postre, y aquí paz y después gloria. A veces ni siquiera ponía velitas nuevas sobre la tarta y soplaba sobre una vela reutilizada o sobre la misma cerilla clavada en el centro del pastel, como manda la tradición. Ahora es impensable poner una vela que no coincida con el número de años cumplidos. Antes se cumplían catorce y si en casa había un siete, el siete hacía de uno y junto al cuatro eran los catorce y punto. Y aunque pusiera setenta y cuatro, a todos los efectos eran catorce y nadie rechistaba. Es más, es que se chupaban hasta las velas una vez se retiraban de la tarta y ahora los padres miran a ver si les cae una gota de cera derretida sobre la porción que le ha tocado al chiquillo, no vaya a ser que se envenene. Ahora además de las velas, se ponen los globos con los números, no vaya a ser que algún despistado pregunte cuántos cumple el churumbel, hombre por dios, qué clase de pregunta es esa.

A los niños de ahora se les reserva un espacio de esos en los que hacer el cabra durante un par de horas, y cuando ya están exhaustos y huelen a queso de Idiazábal, se les pone una mesa en la que no falta chatarra: perritos, hamburguesas, pizzas y bien de Coca-Cola, para que se sientan mayores e importantes los chavales. Aunque sea comiendo mierda.  Por una docena de amiguitos del cumpleañero, y sus dos horitas de desfogue, los trescientos euros, tirando por lo bajo, no te los quita nadie. Eso sin hablar de cuando te toca hacer de vigilante de la playa, sin ser Pamela Anderson y sin playa, a cuenta de las madres y los padres que te dejan a sus criaturas y te preguntan que a qué hora pasan a recogerlos, porque van a aprovechar para ir a hacer la compra. O para echar un polvo. Aunque eso no lo dicen. Si a mí me lo hubiera dicho alguno cuando celebraba el cumple de mi hijo, lo habría entendido, porque me parece una cuestión lo suficientemente importante como para que se deshagan de su heredero un par de horitas, que entre una cosa y otra igual acaban siendo tres o cuatro. Pero no. Te dicen que se van al Mercadona, o que tienen dentista, como si eso fuera más justificable que poner los ojos en blanco después de un pinchito.

Yo he tenido la suerte de que mi hijo quisiera celebrarlo en familia, a la manera tradicional, sus primeros años, y después al aire libre, con la idea de aprovechar para hacer una pachanga con los colegas. Esos primeros años, entre dos árboles ponía unas guirnaldas a modo de señalización, como una advertencia de que estábamos celebrando un cumpleaños, por si se armaba más jaleo de la cuenta o se escapaba un balón, y su piñata llena de chuches, y unas cuantas de esas bolsas con golosinas y gusanitos que se dan en estos casos, para cada niño. Y aunque siempre compraba de más, al final me quedaba corta, porque a los niños que estaban invitados se sumaban los hermanos, los primos o un “amiguito”, que con un “espero que no te importe” por parte del padre o de la madre del invitado, convertían la idea de un cumple con diez o doce chavales en no menos de una veintena incontrolable de niños a los que no había visto en mi vida, corriendo y comiendo como descosidos.

Llevaba mi nevera portátil llena de latas de cerveza, refrescos y zumos, y había dos madres que no se separaban de ella. No para custodiarla, claro está, sino para darle al alpiste sin dar tregua si quiera a que se enfriaran. Yo contaba con que habría para todos los padres “abnegados” que se quedarían hasta que se terminara la fiesta, pero eran mayoría los que se escaqueaban y estas dos señoras ya se encargaban, con su mano a mano, de rendir cuentas a la cerveza en lo que yo preparaba las bandejas con el picoteo y repartía la tarta en platillos de usar y tirar sin tener claro en cuantos trozos debía cortarla.

El primer año un amigo de Marco le trajo un balón de fútbol de regalo.

Duró lo que tardó un perro en darle un bocado en un rebote. Otros dos le trajeron lo mismo, Destroza este diario, con recomendaciones rarísimas en cada una de sus páginas, como pegar un moco, asustar a alguien o prender fuego una de las hojas del mismo. Yo lo habría quemado entero.  Pues el librito en cuestión es de los más vendidos, habiendo poetas que se mueren de hambre.

Se me quitaron las ganas de celebrarlo en el parque cuando cumplió los doce, y ya el año pasado quedó con sus mejores amigos para ir a cenar al burger. Este año ha elegido un kebab. La idea de invitar al cine a sus amigos, que yo le propuse, no le hizo mucha gracia, así que se juntaron seis alrededor de una mesa llena de durum y patatas y se lo pasaron divinamente sin tener que estar yo pendiente de que se me perdiera un niño que no fuera mío o de que se tambaleara la madre de otro de las cinco o seis latas que se había fundido en un rato.

De los otros eventos, mejor ni hablamos. Tengo la suerte de que ya he ido a las bodas que tenía que ir -aunque siempre puede haber una sorpresa- a muy pocas comuniones, y a un par de bautizos, así que recuerde. A uno de ellos, no podía faltar: era el de mi hermano y yo era su madrina. Pero a mí que no me vengan con invitaciones de ningún tipo, y que cada cual celebre lo que tenga que celebrar con quien quiera y como quiera, que yo no voy repartiendo cheques por ahí para que me paguen nada. Por mucho que esta manera de entender esos compromisos no sea comprendida por algunos. Catorce personas fuimos a mi boda, incluidos los novios, sin esperar a recoger ningún sobre –porque lo de las transferencias bancarias es más moderno- para pagar el convite. Y sí, me parece indecente que alguien te haga llegar una invitación con el tarjetón, un código QR con el lugar del convite, y el IBAN para que te pagues un menú que tú no has elegido y todas esas cosas que hacen de ese día, un día inolvidable, lo mismo me da que sea un tocador lleno de tiritas, bruma, desodorante o pétalos de rosa, una tatuadora, un coro rociero, un fotomatón ambulante con un cesto lleno de pelucas y demás fruslerías para hacer el chorra en la instantánea, o una actuación de El Mago Pop. ¿Y qué me dices de la mesa dulce? Ya no hay celebración que se precie sin un tablero con brochetas de piña, chucherías, fuente de chocolate o máquina de algodón dulce. Será que yo soy más de salado que no me hacen mucha gracia estas chuminadas a tope de glucosa, o que heredé de mi abuelo paterno esa costumbre tan francesa de tomar queso de postre, que no es que lo haga habitualmente, pero me das a elegir entre un puñado de gominolas y un isósceles de queso curado y me tiro en plancha a por el triángulo.

Yo apuesto por invertir el pico por el que salen las comuniones en regalar libros, paseos, viajes, excursiones, momentos en familia, no sé, algo que sí deje una huella en la criatura, en vez de colocarle un traje de marinero con un crucifijo o un mini vestido de novia con limosnera y parasol. Igual se nos está yendo de las manos haciéndoles creer que un acto tan íntimo es una tómbola de la que va a salir con todos los premios: el móvil, la equipación de fútbol, entradas para un concierto de Aitana y un viaje a Euro Disney. Y después de los recordatorios con las fotos con cara de no haber roto un plato, el banquetazo, los regalos y el socavón en la cuenta corriente, los padres dan por finiquitado el asunto de tirar la casa por la ventana, a cambio de una hostia, quien sabe, tal y como está el patio, si mojada en tinto de verano.


 

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