FLORI TAPIA 

"Cada uno, a nuestra manera, los dos hemos sido versos sueltos en un mundo en el que no parece que haya lugar para la poesía.  

2025-02-22

Once escalones

 

Intuía que no me lo estabas contando todo, no sé si por pudor, por miedo o por protegerme, pero yo sabía que las cosas no eran como decías. No me creí nunca que la falta de apetito se debiera a un dolor de ciática, ni que a consecuencia de aquella caída estuvieras como estabas. Pero me dejaba engañar para que no te sintieras obligado a contarme nada que no quisieras contar. No solo tu aspecto iba delatando aquello que los dos sabíamos, aunque lo maquillaras y lo disfrazaras cada día de una manera distinta, también yo sabía leer entre líneas, y cuando se te hacía un nudo en la garganta no era porque te emocionara leer aquel poema que escribiste un invierno en casa de tu hermana, aunque desde que ella se fuera se te empezara a apagar la luz. Ibas tirando como una bombilla a la que se le va fundiendo el filamento, iluminando de manera intermitente, hasta que un día deja de hacerlo.

Sin embargo, me decías que querías que te hiciera una pintura en la que aparecieras de espaldas rodeado de naturaleza, o que cuando te recuperaras yo iba a ser tu cocinera y te ibas a pasar las mañanas de bureo hasta la hora de la comida. Me habías dicho que ya estabas pensando en la ropa que ibas a ponerte el día de la inauguración de mi próxima exposición, y que ibas a secar hojas de higuera para hacer un mejunje cuando supiste que Jose era diabético, y que te trajera limones de mi limonero cuando fuera al pueblo, pero los dos sabíamos que nada de eso iba a ocurrir.

Nunca tuviste un carácter amable, probablemente forjado a fuego por ese instinto de supervivencia que desarrolla cualquier pieza que no encaja en el puzle.

Cada uno, a nuestra manera, los dos hemos sido versos sueltos en un mundo en el que no parece que haya lugar para la poesía.  

A pesar de la coraza, nos entendíamos bien sin decir nada, nos abrazábamos por la calle allá donde nos encontráramos y llamabas a mi puerta dando golpes. También sabía que detrás del ruido de tus nudillos sobre la puerta, al preguntar “quién es” por costumbre, tú responderías “la policía”, también por costumbre. Y aparecerías con una piña, un melón, unos bombones o algún regalo para mi hijo.

Lo último fue una tableta de turrón de chocolate con pistachos que me pusiste en la misma bandeja, de vuelta, en la que te había llevado cocido. Apenas se veía el fondo: el cuenco de la sopa y el plato de los garbanzos limpios como la patena, boca abajo y cubiertos por una servilleta de papel blanco, no fuera a ser que entre los once escalones que nos separaban fuera a posarse sobre ellos una mota de polvo. Todo el hueco restante estaba lleno de dulces.

Quien no te conociera pensaría que estabas siempre de mal humor, porque en la forma de expresarte había un falso reproche, cierto desdén, como si a ti mismo no te permitieras del todo ser amable o agradecido, aunque lo fueras. Pero eras atento, sensible, sagaz y estabas encantado de la vida, de saberte tan querido, aunque te pasaras el día relatando que éramos muy pesados y que qué horror que estuviéramos tan pendientes de ti. Lo decías con la boca pequeña y con un poco de mala leche, pero esa era tu impronta, la coraza a la que hacía alusión antes.

No hace mucho, me llamaste una noche, ya bastante tarde.

  • Buenas noches, cariño, pues nada, que estaba aquí aburrido y he dicho, voy a llamar a la gente a la que quiero para deciros que me encuentro mejor, que no os preocupéis por mí, que no me traigáis nada, que no hace falta que vengáis si no podéis porque cada uno tiene su vida

Estabas sordo como una tapia, aunque a día de hoy “los Tapia” de mi familia, como dice mi padre, oímos la hierba crecer, y cualquier llamada de teléfono tuya empezaba como un monólogo porque no dejabas meter baza: al no oír lo que te decía ibas hilvanando lo que había sucedido en el día con recuerdos del pasado y cuando te apetecía terminabas diciendo “es lo que hay, ¿me entiendes?”.

Claro que te entendía. Incluso cuando en la misma conversación fueras capaz de decir que a lo mejor te animabas a ir a Palma en primavera o que el próximo en “caer” del bloque serías tú. A veces te regañaba cuando hablabas con esa naturalidad de la muerte, otras veces hacía como que no te había oído por no querer siquiera imaginar que pudiera estar tan cerca ese momento.

Nos ha faltado tiempo para que me trajeras el bizcocho que querías hacerme cuando estuvieras bien, y que vinieras a mi próxima exposición.

Respeté tu deseo de no recibir visitas y no crucé la puerta de tu habitación hasta que me llamaste, preguntando dónde estaba. Estuve un rato en el control de enfermería hablando con tu enfermero. Llevaba unas orquídeas para ti con una nota, y le pedí que te las llevara. Me preguntó por qué no entraba yo y le dije que tú mismo me habías dicho, que no querías que te viera así.  Charlamos un rato, le dije que te llevaba flores en el Día del amor y la amistad, porque yo no concibo lo segundo sin lo primero, y porque te quiero. Y me pasó la mano por el hombro y entendió que no pudiera seguir hablando. Fue a llevártelas mientras yo esperaba sin saber qué hacer, más que llorar. Pasaron unos minutos hasta que vi salir al enfermero y cuando llegó a mi encuentro, apenas me dijo: “creo que le vendrá bien, que entres a darle un abrazo”. Por más que quisiera hacerlo, me resistí por no contrariarte. Estaba esperando el ascensor cuando recibí tu llamada, preguntando dónde estaba. Cuando te dije que estaba saliendo del hospital, reuniste las fuerzas que no tenías para decirme: “serás capaz de traerme flores y no venir a verme, haz el favor de darte la vuelta y sube ahora mismo”.

Entré al aseo a quitarme los churretes del rímel sobre mis mejillas, como pequeños ríos de luto, me miré al espejo, respiré hondo y entré como si no me estuviera muriendo de pena de saber lo que me encontraría. Las tres horas que pasamos aquella tarde las guardo como un regalo.

Nos hemos reído mucho juntos, nos hemos besado como viejas de pueblo, nos hemos cuidado y nos hemos querido, Manolo. Y vamos a seguir haciéndolo. Aunque ya no sean once escalones lo que nos separan.


 

Para dar tú opinión tienes que estar registrado.

Comments powered by CComment