FLORI TAPIA 

"Mi idea era hablar del chupete digital.

2025-02-11

Chúpate esa

 

Durante la pandemia, y como consecuencia de la medicación que en los primeros casos se administraba contra el COVID-19, a mí me tocó, entre otros, un medicamento que normalmente toman los enfermos de lupus, además de antibióticos de nombre a cada cual más impronunciable y unas inyecciones de heparina. Ya no sé si sería por el propio virus o por el surtido de mejunjes que me endiñaron, que a los pocos días se me puso la boca que parecía que le había hecho una felación a un cactus: pupas, llagas, hinchazón, rojez y una sequedad desesperante. Cuando se lo comenté a mi médico, me dijo que me iba a meter en la tarjeta una receta de saliva artificial que iba muy bien.  A mí me gusta que me metan —en la tarjeta— otras cosas, pero nada, se ve que no tocaba mi dosis de ibuprofeno, cola-limón o el Efferalgan de 1 gramo, que es la droga legal de venta en farmacias que mejor apaña un dolorcillo de cabeza.

Por un momento pensé que también me había afectado al oído algún efecto secundario de la medicación, de modo que le pregunté de nuevo el nombre del medicamento y volví a escuchar lo que creí no haber escuchado bien antes:

  • Sí, es saliva artificial, te la puedo poner en spray, va genial,

“Genial”, dijo. Y se quedó tan pichi. Mi fértil imaginación empezó a maquinar y en un momento vi desfilando por mi mente hordas de caracoles gordos produciendo saliva para mí, y de la arcada que me dio, se me quitó la sensación de sequedad en un pliqui.

No solo es que tenga mis reparos sobre la industria farmacéutica, es que además soy bastante asquerosita para llevarme a la boca, algo que no me genera confianza. Me pasa con la mahonesa, la tortilla, y en general con cualquier alimento que lleve huevo que no lo haya cocinado mi madre, mi hermana o yo.

También soy especialita con los olores. Tengo olfato de perra. Y el problema de tener esa agudeza sensorial que algunos llaman PAS (persona altamente sensible) en mi caso da lugar a que las ganas de vomitar me puedan tan pronto como reconozco el olor de la mantequilla, el del cordero o el de un sobaco en todo su apogeo de sudoración.

Como buena amante del queso, no llevo tan mal el olor a pies, pero hay otro “aroma” que no soporto, y por desgracia para mis fosas nasales, es muy habitual: me refiero al de la gente que huele a hoguera, a chasca, a miseria. Ojito con los de la piel fina, que no estoy hablando de status, me estoy refiriendo a la falta de aseo añeja, a ropa no lavada, a esos a los que se les acumula el polvo en el flexo de la ducha y el moho en el cajetín del suavizante de la lavadora, por falta de uso. Y se pasean por la oficina, los centros comerciales o se te asientan en la butaca de delante en el cine y te joden La habitación de al lado, que ya no sabes si es que Almodóvar se lo ha currado tan bien que el olor a muerto traspasa la pantalla, o que el señor con el que te ha tocado compartir espacio, está en proceso de descomposición.

Sin embargo, no era de olores de lo que yo quería hablar, aunque haya soltado la parrafada anterior —salvando las distancias— al estilo de Patrick Süskind en El Perfume.

Mi idea era hablar del chupete digital.

La primera vez que lo escuché, me imagine (no tengo freno imaginando, ya lo he dicho antes) una tetina con un sensor capaz de mandar al móvil de la mamá un WhatsApp con una prueba de ADN del bebé, sus constantes vitales, y hasta un cálculo de probabilidad de la nota que sacará en matemáticas en el examen de segunda evaluación de primero de la ESO, si es que cuandoquiera que el chiquillo tenga trece años siguen existiendo la ESO y la Educación Pública. Pero no. Resulta que eso del chupete digital no es otra cosa que el recurso de muchos de los padres de ahora para distraer a sus pequeños por medio de la tecnología: lo que viene siendo endosarles el móvil con un vídeo de dibujos para mantenerles entretenidos mientras el padre, la madre, los padres, las madres o quien coño quiera que sea el progenitor, pueda comer tranquilo un rato, dar una cabezadita o ver una serie de Netflix.

Ya se habla de las consecuencias que este mal hábito de los adultos puede producir en los más pequeños, pero a ver quién es el guapo o la guapa que se pone a leer un cuento o a apilar bloques de madera por colores, con los malabares que requiere la conciliación entre lo laboral, lo familiar y lo personal, con las ojeras a la altura de las ingles, el lavavajillas sin poner, o un capítulo de Machos Alfa en la lista de favoritos pendientes de ver.

No me digas que no nos está quedando precioso este mundo entre chupetes digitales, inteligencias (y salivas) artificiales y un tonto a las tres con nombre de pato —al que le crecen réplicas y adeptos como champiñones— al mando de la nave.

Y de todo esto, no tiene la culpa Mercurio, que te veo venir.


 

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