FLORI TAPIA 

"Giré la cabeza en varias ocasiones y ese señor, que no llegaría a los cuarenta, se mordía el labio cada vez que le miraba.

2025-03-08

Las dos caras del miedo

 

Hace muchos años, tendría yo veintipocos, volviendo de casa de un cliente de entregarle un contrato, noté que alguien me seguía.

Giré la cabeza en varias ocasiones y ese señor, que no llegaría a los cuarenta, se mordía el labio cada vez que le miraba.

Había luz, gente en las calles, y aunque sentí cómo se me aceleraba el pulso por momentos, pensé que una vez que entrara en el metro, este espécimen dejaría de seguirme. Llegué a la oficina, terminé mi jornada laboral y antes de salir, el conserje me preguntó si me estaba esperando alguien. Al decirle que no, comentó que desde que había llegado había un señor en la puerta al que incluso llegó a preguntar si quería algo. El energúmeno en cuestión respondió que solo estaba esperando a una amiga. Cuando comprobé por el hueco de los estores que era el mismo que me había estado persiguiendo, le conté a Germán —así se llamaba el conserje— lo que me había sucedido. Sentí un miedo atroz, pero Germán consiguió calmarme:

  • No te preocupes, voy a salir yo contigo y te acompaño hasta la boca del metro y si no se va, llamo a la policía, pero tú estate tranquila que no te voy a dejar sola.

Siendo aún más joven, cada mañana de camino al instituto, un señor con un perro echaba a andar en paralelo a mí, que si le encantaría dormir entre mis pechos, que si qué alegría verme, o que porqué huía si solo quería hacerme cosas bonitas. Yo tendría como catorce o quince años. El desgraciado me tenía cogida la hora, y aunque yo adelantara o retrasara unos minutos la salida de casa para evitarle, y aun cambiándome de acera al verle, buscaba la forma de ir cerca de mí, de modo que al final yo tenía que echar a correr por no escucharle.

Son solo dos ejemplos de muchos, algunos no me atrevo siquiera a contarlos. A esos canallas les debo el miedo, y el desprecio de mí misma hacia mi cuerpo o que llevar la carpeta pegada sobre el jersey fuera el recurso que tuviera más a mano para intentar ocultar mis pechos cada vez que uno de esos acosadores se comportaba conmigo como una hiena hambrienta y despreciable con la mirada puesta en ellos. Otras veces el escudo era un pañuelo o una chaqueta en pleno verano. El verano se convertía en un suplicio a cuenta de los mirones que se creían con derecho a recrearse con los ojos puestos sobre esa zona de mi cuerpo. Esto nos ha pasado a muchas mujeres. Y sigue sucediendo. A veces el acoso no termina ahí. En otra ocasión, un tipo me estaba esperando al final de las escaleras mecánicas del metro en la estación de Buenos Aires con la polla en la mano por fuera del pantalón. Nunca antes había sentido necesidad de llamar a través del interfono amarillo, ese día lo hice y enseguida aparecieron dos vigilantes. En serio, no conozco a ningún hombre al que le haya ocurrido algo parecido, pero somos muchas las mujeres que hemos tenido que lidiar con situaciones así.

Por desengrasar un poco diré, que otra vez también en el metro dentro de un vagón, planté mis morros a un señor a la altura de su cuello. Hora punta, viajeros apiñados como piojos en costura, frenazo descomunal y del impacto fui a caer sobre un hombre joven con aspecto de ejecutivo que estaba apoyado en la puerta que separa un vagón de otro. Le pedí disculpas al ver mis restos de carmín sobre el cuello de la camisa blanca y él, muerto de la risa, apenas atinó a decir: no te preocupes, no pasa nada, solo es que cuando mi mujer lo vea y le cuente cómo ha sido no se lo va a creer, es que no se lo va a creer.

Es muy habitual encontrarse en el transporte público con señores falócratas que se asientan espatarrados sin importarles que la mujer que está sentada al lado tenga que apretar las piernas como si tuviera cistitis. Es como si quisieran exhibir cierto poder desde su genitalidad, porque no creo yo que todos tallen los 25 cm de Nacho Vidal y sea ese el motivo por el que no les quede más remedio que abrirse de par en par, como una estrella de mar, en cualquier sitio.

No hay nada que haga un hombre que no puede hacer una mujer, ya sea pilotar un avión, dirigir una empresa o jugar al fútbol. Sin embargo, sí hay algunas cosas que ningún hombre podría hacer, aunque quisiera: gestar, parir, maternar, amamantar y soportar que se nos siga considerando inferiores en el ámbito personal, en el laboral, en el económico, y en muchos países, -esto es terrible que siga sucediendo- en aspectos legales y administrativos.

El machismo no define más que a quien se desenvuelve en la vida en la idea de que las mujeres somos seres humanos de segunda, con derechos limitados y con deberes impuestos. Tan integrado está, que no es patrimonio exclusivo de los hombres: son muchas las mujeres que no han conseguido zafarse de esa lacra y participan del machismo, desde el más doméstico hasta el más alienante.

Parece que somos malas cuando reclamamos lo que por derecho de nacimiento nos pertenece, y que somos putas cuando hacemos con nuestro cuerpo lo que nos apetece, porque la lista de pareceres es interminable. Somos juzgadas por acción, y también por omisión, pero sobre todo por ignorancia, porque el machismo es la mayor prueba de ignorancia que se ha permitido el ser humano. Lo mismo sucede con quienes consideran que el feminismo es una amenaza. Señoras y señores, el feminismo es la necesidad de dar respuesta al machismo, pero en tanto no lo comprendan así, seguirán viéndonos como una panda de locas rebeldes que deberían estar limpiando en casa en vez de gritar en las calles a ritmo de batucada.

Quienes nos quieren calladas, sumisas, esclavas e incapaces ¿a qué tienen miedo?

Nosotras sentimos miedo a volver a casa solas, a que no se nos respete, a la brecha salarial, a que no se nos contrate por estar embarazadas o a que se nos despida por ese mismo motivo, aunque se alegue otro. Miedo a tener que demostrar un abuso, a toparnos con un carretero con toga o sin ella, miedo a no poder decidir por nosotras mismas cuestiones que solo nos pertenecen a nosotras, aun cuando los “nostálgicos” del Holocausto decidan llamarnos “feminazis”.

También la lista de miedos es interminable. Sin embargo, abrazamos ese miedo juntas, porque solo así podremos dar pequeños pasos que nos alejen de la otra cara del miedo.


 

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