Hoy, casi cuarenta y cinco años después de aprobar la Constitución ¿qué resumen podríamos hacer de lo que supone el actual estado autonómico? El mío es triplemente nefasto. Las distintas comunidades han supuesto hasta ahora: a) Un desorbitado y corrupto gasto público, producto de la competencia política entre ellas y con el Estado (aunque en realidad su principal fin siempre fue el de procurar mordidas para todo el mundo) que sólo se ha atemperado con el agotamiento del dinero. b) Un crecimiento normativo desbocado, sin fin aparente, porque cada comunidad crea sus propias leyes hagan o no falta en detrimento de un ordenamiento estatal, y cuya causa y efecto es el recurso de inconstitucionalidad permanente. c) La práctica desaparición de un sentimiento de identidad nacional sano, es decir que no sea de corte fascistoide.

2023-01-15


Según apunté en mi anterior artículo, voy a centrarme en dos de las cuestiones clave que, por su gravedad y alcance, definen y determinan la situación del país; y lo que es peor, su negro futuro.

La primera de ellas es el estado autonómico, tal y como está definido. De nuevo advertiré para que nadie se confunda: soy partidario de reconocernos en un estado plurinacional, incluso federal, y del respeto a las identidades, costumbres e idiomas de todas las partes de esta no-nación que se llama España. Pero como este es tema recurrente de legiones de ultramontanos varios que generalmente hablan sin tener la menor idea, no querría, repito, que nadie se equivoque y me encuadre con cualquier imbécil. No va por ahí.

La apuesta hecha en nuestra Constitución del 78 por un estado descentralizado fue sin duda noble, generosa y bien intencionada. Vamos a obviar que incluso el Foro de los Españoles y nuestro antiguo Código Civil ya reconocían derechos forales de siglos antes a ciertas partes de esta piel de sobrero. Lo que entonces no se evaluó era lo arriesgado de la operación. Los españoles creímos, con una ingenuidad tan enternecedora como suicida, que si siete prohombres de muy diversos pensamientos podían ponerse de acuerdo en algo tan gordo como un texto constituyente, todo el posterior desarrollo normativo, tanto orgánico (Estatutos de Comunidades Autónomas incluidas) como de concreción de leyes transversales críticas (Sanidad, Educación, Justicia y tantísimas otras, porque estaba todo sin hacer) se haría poseído de ese espíritu de negociación y mirando un mejor futuro común. Nada más lejos de la realidad.

Hoy, casi cuarenta y cinco años después de aprobar la Constitución ¿qué resumen podríamos hacer de lo que supone el actual estado autonómico? El mío es triplemente nefasto. Las distintas comunidades han supuesto hasta ahora: a) Un desorbitado y corrupto gasto público, producto de la competencia política entre ellas y con el Estado (aunque en realidad su principal fin siempre fue el de procurar mordidas para todo el mundo) que sólo se ha atemperado con el agotamiento del dinero. b) Un crecimiento normativo desbocado, sin fin aparente, porque cada comunidad crea sus propias leyes hagan o no falta en detrimento de un ordenamiento estatal, y cuya causa y efecto es el recurso de inconstitucionalidad permanente. c) La práctica desaparición de un sentimiento de identidad nacional sano, es decir que no sea de corte fascistoide.

No voy yo a hacer mía la frase con la que los ultraliberales corruptos de pasados gobiernos quieren hacernos mala sangre (“los españoles hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”) pero cuando veíamos que todo se empezaba a privatizar y se entraba en una locura de construcción de autopistas a ningún lado, eventos por doquier, monumentos sin motivo y derroche sin fin promovidos por una clase política compuesta en su totalidad por cenutrios, vividores y sinvergüenzas que todo lo justificaban con el “y tú más” ¿adónde estábamos mirando? Cada vez que se anuncia un nuevo recurso judicial de todos contra todos, sin otra justificación que el enfrentamiento partidista ¿nos sigue pareciendo normal? ¿Acaso no es patente la incapacidad de presidentes, parlamentarios y jefecillos políticos hasta el último concejal? Alguno se salvará, ya lo sé, pero son tan pocos que no merece la pena ni es justo distinguirlos.

 Pero ¡ay!, amable lector (y con esto llego a la segunda gran tragedia nacional), resulta que estos pésimos politiquillos no han salido de la nada. Ojalá. Han salido de nuestras escuelas. Y no me refiero a los ayuntamientos, que suelen ser los parvularios estándar de corruptos e inútiles, sino a nuestro lamentable sistema educativo.

No voy a enlazar, como muy a menudo se hace de manera simplista, la existencia de diecisiete sistemas educativos a lo antedicho respecto del estado autonómico; al contrario. Es la muy deficiente educación la que impide que el estado autonómico, que por su complejidad requiere de los gestores más honestos y preparados, funcione adecuadamente.

Como apunté antes, todo el desarrollo legal posterior a la Constitución se ha producido entre forajidos. Las leyes se han negociado a base de trueque y localismo, y se ha generado un feroz entramado normativo que para más inri muy a menudo es casi inútil. Pero de todas las áreas, ha sido con la educación con lo que se ha llegado al culmen. Con cada gobierno, ha habido una nueva ley, mientras que las diferentes comunidades desarrollaban sus propias normativas y particularidades. La indignidad del proceso ha sido tal, que se ha conseguido que en escasamente una generación un maestro de escuela evolucione del “pasar hambre” a tener uno de los mejores oficios posibles, con condiciones salariales y prebendas superiores a las de médicos o científicos. No ha sido casual. Ley tras ley, con cada cambio, con cada negociación sectorial, se iba pagando, premiando o sobornando (elijan) la desaparición del mérito y de la vocación. Y los españoles sin darnos por aludidos. Nunca una función pública en un país fue tan Cenicienta como lo ha sido la educación en España durante cuarenta años. Quizás por serlo tanto, se ha convertido en madrastra.

Si algún problema hay realmente grave en España, en mi opinión es debido a la educación. No a la falta de ella, claro. Nuestro sistema educativo en general, los recursos y la metodología son homologables al del resto de la Unión Europea. Del mismo modo que las normas europeas llevan veinte años lavando la cara al ordenamiento jurídico nacional, que sería más propio de una cueva de cuatreros si no estuviesen las directivas y reglamentos comunitarios para meternos en vereda, el plan Bolonia nos obliga a armonizar mucho de nuestro triste sistema. El defecto está en el contenido.

Creo que gobierno tras gobierno, sin excepción, se han ido promoviendo leyes yo-yo sabiendo perfectamente que eran para su propia legislatura, cuando no directamente carne de juzgado. Pero lo hacían, porque eso es mucho más fácil que promover un gran encuentro estatal y hablar de temas proscritos y difíciles: sentimiento nacional, historia reciente, negociación, planes decenales o quinquenales, futuro, en definitiva. Y así nos vemos, con una población mayoritariamente ignorante de todo lo político que cría políticos serviles, corruptos y cínicos absolutamente incapaces de gestionar nada más allá de lo que pueda durar su mandato, de lo que no sirva para atacar al contrario y (por supuesto) de lo que no conlleve la posibilidad de trincar.

Yo fui al colegio cuando aún no había centros mixtos. La enseñanza que recibíamos era doctrinaria, claro que sí. No se puede enseñar a los niños pequeños sin adoctrinarlos. Pero creo que superé el aluvión de mentiras y estupideces que infestaban la Enciclopedia Álvarez, los Catecismos y demás porque afortunadamente mi paso por la adolescencia y primera madurez coincidieron con aquellos escasos años iniciales de esta impostada transición a los que aludía en al artículo anterior, los únicos en los que de verdad parecía que íbamos a superarnos a nosotros mismos y nuestra funesta historia.

Pero aquello pasó, los efectos de la madrastra educación son cada vez más palpables, el “atado y bien atado” se muestra hecho por el mejor marinero y es prácticamente imposible encontrar a gente que reconozca nuestra peculiar situación histórica de ser el único país donde el fascismo venció. En estas condiciones, es normal y quizás inevitable esta sensación de degradación, la visión de que todo se va enredando, de que la estupidez que sale del televisor o de la prensa a nadie parece importarle, y de que mentir ya no es criticable.

El único camino para revertir eso sería reeducarnos. No creo que vaya a ocurrir nunca.


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