2022-01-01


Los he visto pidiendo, trabajando, consumiendo drogas o prostituyéndose. Niños para los que el ayer aún es presente y el mañana nunca existe.

De mi primer viaje a Honduras, lo primero que recuerdo, aparte del caos en las carreteras, es la imagen de tres niños oliendo pega sobre la grama de un parquecito en la Comayagüela. Uno de ellos, abrazado a una farola, no hacía más que girar alrededor de ella con los ojos en blanco. Esa imagen nunca la olvidaré. Solo sería la primera de las muchas que marcarían mi primera experiencia en Centroamérica, luego vendrían muchas más:

Recuerdo un grupo de travestis adolescentes vendiendo sus cuerpos bajo la lluvia en la entrada de La Tigra, el barrio rico de Tegucigalpa. La mirada alegre de los niños de las comunidades de Meámbar y Preteríos, donde di mis primeros pasos como cooperante, desnudos, descalzos, con sus barriguitas infladas de lombrices, correteando entre chuchos y gallinas. Viviendo en pequeñas champitas levantadas apenas con un puñado de cañas y barro, el suelo de tierra apelmazada, sin luz ni agua. Comiendo una vez al día, arroz con frijoles y una tortilla de maíz, caminado kilómetros para ir a la escuela. Esas escuelitas centroamericanas que consisten en un techo por donde se cuelan las goteras y de unas paredes sucias que llevan años sin pintar. Como único material escolar, una bolsa negra con una libreta y uno o dos lápices. Lejos de las mochilas repletas de los niños de nuestro mundo, aunque con la misma ilusión en la cara. Por los mismos caminos que unos utilizan para ir a la escuela, se ven otros menos afortunados que caminan inclinados bajo grandes haces de leña, niñas acarreando enormes huacales de agua desde la quebrada o maíz inflado para molerlo y convertirlo en tortillas. Cada vez que te cruzas con ellos siempre te saludan con una sonrisa, recuerdo especialmente un niño de Ojos de Agua que siempre que me veía me lanzaba un “How are you” seguido de una carcajada.

Niñas vendiendo rosquillas en el Lago Yojoa, niños vendiendo maní con panela en la plaza central de Comayagua, haciendo malabares en los semáforos, limpiando parabrisas o “dándole bola” a los zapatos de los transeúntes, corriendo de acá para allá con sus trastes de cuestas para ganarse un puñado de lempiras. Otros durmiendo entre cartones, pidiendo comida u ofreciéndose a los extranjeros en las puertas de los antros por unos cuantos dólares, con sus caras maquilladas de forma grotescas, niñas prostitutas para el turismo extranjero. Todos, sin excepción, aprovechando cualquier momento del día para jugar como lo que son, niños y niñas.

La vida me regaló muchas horas de conversación con ellos para compartir sus miedos y miserias, pero también sus ilusiones y sueños. Son esos los momentos más duros, cuando te das cuenta de que no son más que niños, ingenuos, soñadores, imaginativos… vulnerables. Niños y niñas tan niños como los nuestros, pero mucho menos afortunados.


Para dar tú opinión tienes que estar registrado.

Comments powered by CComment