Constantemente comprando para calmar un hambre primigenia que sólo te podría quitar un chuletón de kilo, un filete de atún rojo o un buen puñado de aceitunas de cornezuelo con un botellín de Alcázar.
2023-01-29
En la granja hemos vivido una transición, un cambio importante. Mi generación ha tenido la suerte de pasar de ser simples animales de granja a ser animales criados ecológicamente. Mis padres, y los padres de mis padres no la tuvieron, vivieron todas sus horas bajo un sol artificial y sin poder salir al exterior. Pero resuena en la memoria ancestral y colectiva un tiempo en que éramos libres, comíamos lo que podíamos, cuando podíamos, pero libres como el viento, fuertes como el roble y bestias, como lo que somos.
Cuando nací, la granja no era aún ecológica. Pasé mis primeros meses encerrado en unos metros con varios más de mi especie. Había luz, oscuridad, agua, mierda y el único sustento que conocíamos, unas virutas extrañas que parecían de madera. Estaba muy gordo, porque vivir así nos producía ansiedad. Encerrado, agobiado, apestado y con toneladas de pienso delante del hocico, ¿qué otra cosa podía hacer?... comer, cagar, beber y dormir.
De pronto un día, tras unas semanas de ajetreo externo, tras unas semanas de escuchar ruidos de golpes metálicos y voces humanas gritándose entre ellos, otras veces riéndose y pocas en silencio el gran portón del recinto se abrió de par en par.
Las verjas de nuestras celdas se abrieron, y poco a poco fuimos desfilando hacia la luz blanquecina que brillaba al otro lado de la puerta. Luz cegadora. Tardé un rato en acostumbrarme, caminé unos pasos, olfateé con el hocico bien alto y sentí la luz solar resecando la mierda incrustada en mi espalda. Fueron los días más felices de mi vida, andurreaba por el campo, pisoteaba la hierba. Comía raíces que escarbaba con el hocico y algunos insectos que cazaba cuando intentaban huir de sus madrigueras. Cuando por primera vez descubrí la noche, recuerdo que permanecí en silencio, mirando las estrellas, sintiendo el frío en los huesos para después volver al recinto donde podía dormir caliente.
Pero la alegría no duró demasiado. Pasados los primeros días nos fuimos acostumbrando y nos dio por caminar. Lamentablemente descubrimos que los límites estaban marcados, unas vallas de metal nos impedían salir del recinto.
Hemos vuelto a comer, beber y dormir. Hemos vuelto a engordar. La ansiedad ha vuelto para quedarse. Hoy ha llegado un camión…
Las granjas hoy son ciudades. Las hay ecológicas, que son por norma general muy modernas o muy antiguas y las hay que, al fin y al cabo, tampoco permiten a sus habitantes ver el sol, pisar la hierba y no digamos ya cazar algo en condiciones que llevarse a la boca.
Porque para llevarse a la boca algo que merezca la pena hay que ganar la pasta suficiente, porque para comer pienso, disfrazado de mil formas, hace falta muy poco dinero. Porque nos mantenemos gordos, hambrientos y ansiosos. Constantemente comprando para calmar un hambre primigenia que sólo te podría quitar un chuletón de kilo, un filete de atún rojo o un buen puñado de aceitunas de cornezuelo con un botellín de Alcázar.
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