Pasaron los años, menguaron las fuerzas, llegaron los achaques. Una tarde, el hombre le planteó a su mujer el plan:

2023-01-29


Hubo una vez un chico que conoció a una chica de un pueblo de Jaén. Ella, estudiante exiliada en Andalucía Occidental –era para lo que le había llegado la nota, para estudiar Trabajo Social en la Universidad de Huelva-, él, chico de barrio, hijo de currelas, carne de currela. Con la química suficiente, los polvos oportunos y llegados al punto de tomar una decisión optaron por la fórmula tradicional. Así que se casaron y, como en Huelva no encontraban como ganarse las papas, nuestro hombre se allanó a la matriarcal idea de trasladarse a vivir a jiennenses tierras, a aquel pueblo olivarero, con la familia de ella, que poseía un cierto patrimonio: Unas hectáreas de tierra sembradas de olivas. Olivas tenía la madre, que era viuda, y olivas tenían su esposa y el hermano mayor, las heredadas del padre.

Nuestro hombre se hizo a la tierra, aunque todo aquello del mar de olivos no pudo quitarle nunca de la cabeza el olor del mar. Aunque en ningún bar del pueblo consiguió que le pusieran nunca una tapa de pescado bien frito, no le faltaba su cuadrilla, con la que pasar los ratos muertos en los bares habituales, entre el tajo y la casa. Se hizo a los ritmos del trabajo del olivar, a las distintas tareas que suponía cada tiempo, la poda, la cura, hasta el momento culmen de la campaña invernal. Su mujer nunca hizo intento alguno por buscar algún trabajo relacionado con aquellos estudios onubenses. Trabajaban ambos las olivas de la madre, las del hermano y las propias. Y entre cosecha y cosecha, el hombre se buscaba sus apaños. No faltaba el pan en la mesa ni los pequeños ahorros en la Caja Rural de Jaén. Así pasaban los años. Y aunque no fuera una mala vida, más bien una vida, como la inmensa mayoría, normal, a aquel hombre no se le quitaba una idea de la cabeza, la de volver a sus rías, la de pasar sus últimos años paseando por las calles de su infancia. Y se emocionaba escuchando en su cabeza aquella canción de Serrat, cerca del mar porque yo…

Murió la madre y ambos hermanos heredaron su parte de las olivas maternas. Murió, a los años, el hermano, de un ataque al corazón, y como los sobrinos ya habían volado fuera del pueblo, y estaban a otras cosas, decidieron emplear parte de los ahorros en comprar la parte fraterna del olivar familiar. A los años surgió la oportunidad de comprarle al vecino, ya mayor y sin familia, el terreno colindante, lo que supuso gastar el resto de ahorros acumulados, aquellos en los que, secretamente, depositaba aquel hombre la esperanza de comprar una casita cerca del mar, en su tierra. Bueno, pensaba, siempre podemos vender los olivos.

Nuestro hombre ya no tenía apaños que hacer, fuera del trabajo agrícola, con el que bastaba para vivir. Para trabajar las tierras se veían, por su extensión, obligados a contratar una cuadrilla durante la época de la campaña. Del resto de las tareas propias del olivar se encargaba él, con la ayuda de la esposa. Los hijos, dos, ya se fueron hace tiempo.

Pasaron los años, menguaron las fuerzas, llegaron los achaques. Una tarde, el hombre le planteó a su mujer el plan:

  • Consuelo, es hora. Es hora ya de irse. Vender los olivos e irse.
  • ¿Irse, a dónde?
  • Al mar, a vivir.
  • ¿A vivir?
  • A vivir.
  • Pero vivir es esto, Andrés. Y además…
  • ¿Además?
  • Los olivos de mis padres no se venden.

Y la canción de Serrat dejó de sonar en la cabeza de Andrés. Pasó sus últimos años paseando entre las hileras de olivas, como buscando algo. Cuando murió no lo enterraron cerca del mar.

Consuelo vivió bastantes años más. Le dio tiempo a ver volver al pueblo al hijo pródigo, hundido por el peso de un fracaso. Al poco ya se había hecho con las tareas del campo. Consuelo murió tranquila, porque vivir era eso.

Dicen los de la cuadrilla que, trabajando entre olivos, en algunos días de la gélida campaña, si se tiene fino el olfato, llegan, a la hora del tapeo, aromas de choco frito de no se sabe dónde. Al rato se evaporan.


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