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ANTONIO GUERRERO PÉREZ
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2024-11-03
Polvo de estrellas
Hace trece mil setecientos millones de años, se cree que una brutal explosión comenzó a expandir materia, dando origen al universo. Esta hipótesis se conoce como la Teoría del Big Bang, de la cual podría proceder toda la materia que existe, que ha existido, y que existirá jamás. Al parecer, a partir de un punto infinitamente pequeño y denso, toda materia comenzó a expandirse. Hoy los científicos saben que nuestro universo todavía continúa expandiéndose, gracias a los instrumentos contemporáneos, que nos dan acceso a análisis muy precisos sobre los primeros instantes del universo, como la radiación de fondo de microondas. El primer tipo de materia que pudo existir tuvo que ser, necesariamente, partículas elementales. Según este modelo, del primer segundo a los tres minutos del estallido inicial, se produjo la conocida como etapa de Nucleosíntesis: aquella en la que se empiezan a formar los primeros núcleos atómicos, mediante la combinación de protones (iones de hidrógeno) y neutrones.
Pero las estrellas no son eternas.
Llegado el final de sus vidas, las más masivas explotan en forma de supernovas; otras, simplemente, se convierten en enanas blancas, pequeños cadáveres estelares. La cuestión es que, la mayoría de ellas, dejan tras de sí una nebulosa, y tras su desintegración se producen reacciones químicas complejas que dan lugar a nuevos elementos, como el carbono o el silicio. El carbono, por ejemplo, es la base de las formas de vida que conocemos en la Tierra. Esto quiere decir que todo nuestro ser, nuestros átomos y los átomos de todos los seres vivos que pueblan, poblaron, o llegarán a poblar alguna vez la Tierra están hechos de los desechos de estrellas antiguas que murieron hace miles de años (puede que cientos o miles de millones de años). Esto es, en síntesis, la premisa de que la materia no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Es decir, como decía Carl Sagan, probablemente el divulgador científico más famoso del siglo XX, todos (y todo) somos literalmente polvo de estrellas, en nuestra era, que reflexionan sobre estrellas. Los seres vivos son máquinas muy complejas con cuerpos que necesitan realizar un gran número de tareas solo por el mero hecho de existir: nuestras células están convirtiendo azúcares en energía de manera constante, descifrando y produciendo material genético, transmitiendo información de un lado a otro, absorbiendo y procesando nutrientes, manteniendo los sistemas vitales funcionando. En definitiva, el cuerpo realiza al mismo tiempo un montón de procesos diferentes, así que necesita una gran variedad de compuestos químicos distintos que, encima, sean compatibles entre sí, para poder llevarlos a cabo. O sea que, hasta donde sabemos, el carbono es el único elemento que es capaz de abastecer a un organismo complejo de la diversidad química que necesita para existir. Por eso, los astrobiólogos (los científicos que estudian cómo podría desarrollarse la vida en otros lugares del universo) opinan que es más probable encontrar vida inteligente en otros planetas si está basada en el carbono. Es decir, que no lo hacen simplemente “porque sean de mente cerrada y no admitan otras posibilidades”: el carbono es uno de los elementos más abundantes del universo y está presente en los planetas en mayor o menor medida, así que es razonable suponer que la vida inteligente tenderá a evolucionar a partir de él. Este elemento es común en todo lo que nos rodea, nosotros mismo somos un producto terminado de su combinación, es nuestro chasis vital.
“Debajo de nuestra piel, somos todos iguales”.
Hubo un tiempo donde la ciencia intentó justificar la creación de una jerarquía de una determinada raza. El contexto histórico favoreció una investigación dedicada a la clasificación de los tipos humanos. El colonialismo y la esclavitud fueron los motores que llevaron los europeos a buscar apoyos científicos para justificar sus acciones contra los indígenas. Una de las primeras herramientas que se emplearon para discriminar las diferentes “razas” humanas fue la craneología. Esta consistía en el estudio de los caracteres métricos y morfológicos del cráneo humano. Para ello se medían los cráneos de los principales grupos poblacionales conocidos. A cada uno se le atribuía un patrón preciso de características (cráneo globular, alargado, etc.) que se correspondían con cualidades intelectivas más o menos desarrolladas. Así se estableció una jerarquía social y cultural entre los grupos humanos. Muchos antropólogos físicos y genetistas se disociaron de la imagen que los totalitarismos y el colonialismo querían dar sobre la variabilidad humana. Para ello aportaron evidencias y estudios científicos, alejándose de la connotación social de la palabra “raza”, la ciencia tuvo que modificar su forma de referirse a las poblaciones humanas, y aceptar la existencia de una sola especie: el Homo sapiens. En un estudio de 1972 realizado por el profesor de Harvard Richard Lewontin se analizaron unas proteínas contenidas en la sangre de diferentes poblaciones. Los resultados no mostraron diferencias significativas desde el punto de vista molecular para separar razas humanas. Estudios posteriores contribuyeron a verificar que la secuencia de bases (las unidades que forman la información genética) en el ADN humano es idéntica al 99,9 %, lo que demolió por completo la posibilidad de encontrar un parámetro fiable para definir las razas. Desafortunadamente, tenemos que reconocer que todavía hay quien opina que las “razas” humanas existen. Esto, a pesar de que la ciencia ha probado que no hay evidencias suficientes ni bases rigurosas para definirlas en el ser humano. Como decía Einstein, “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”, una afirmación que sigue siendo actual.
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