22-05-2022

Hace unas semanas tuve la inmensa fortuna de acudir al servicio de urgencia del Hospital Ciudad de Jaén. Tengo que reconocer que, aunque en mi cercana juventud “bebí” de las fuentes del Jabato y el Capital Trueno que transferían una valentía imperecedera y la capacidad de sufrimiento necesaria para afrontar cualquier adversidad iba un poco nervioso, pero toda esa intranquilidad se disipó al instante cuando puse pie a tierra del taxi que me condujo hasta tan proactivo lugar. Procrastiné el momento, pero ya estaba ungido por un delicado tul de decisión y hombradía. Me acompañaba mi hija, que me hacía de sostén y apoyo. Ella me ayudo a “descabalgar” del blanco corcel metálico, porque mi motricidad era algo limitada. Aún en el exterior, a mi izquierda, observé un gran espejo, como un escaparate, al otro lado se recortaban figuras cual maniquíes. Intuí entonces que esas formas eran humanas, aunque dudé por un instante porque

la inmovilidad era absoluta, caí en la posibilidad de que fueran controladores aéreos, con ojo avizor, observando los distintos “aterrizajes” en el centro. Aunque renqueante y muy mermando al verme sin duda no consideraron la necesidad de facilitarme un medio de transporte de cercanías para mí acceso al recinto. Inmediatamente supuse que su experiencia de observación a distancia les llevó a la determinación de que con mis maltrechos pies sería suficiente.

Nos colocamos frente a la acristalada entrada y la puerta se aperturo sin tener que llamar ni nada, ¡qué cosas!

A la derecha, ya en el interior, había una estructura aluminica que hacía de recepción, al acercarnos una luz casi cegadora nos bañó la cara, pronto descubrimos que provenía del destello de la amplia y amable sonrisa que nos regalaba el señor que ocupaba la estancia. Mi hija extendió el brazo ofreciéndole la tarjeta sanitaria, un visado bien inventado que te da acceso aún complejo sistema de atenciones, cuidados y mimos. En ese momento suena el teléfono móvil del amable señor que lo coge al instante imposibilitando un segundo tono. ¡Pensé! Pufffff, que eficiencia, ¡esto pinta bien!

Como la proximidad era manifiesta pudimos oír la conversación que mantenía acerca de la compraventa de un automóvil, la espera de quince minutos se nos hizo muy amena y aprendimos mucho sobre las maravillas que portaba aquel sin par automóvil en cuestión. La multifuncionalidad del individuo era manifiesta, ya que mientras conversaba ojeaba de soslayo un diario deportivo. El tiempo pasó en un periquete. Después de preguntarle al supuesto vendedor por el color de los tornillos del maletero, finalmente colgó. Alargó su mano y con un gentil gesto nos pidió la tarjeta, que introdujo en una ranura, al instante una pequeña impresora generó un ticket como los que coges tú mismo en la cola de la pescadería. Después de tan inmediato y delicado proceso se despidió con suma amabilidad mostrando de nuevo su amplia sonrisa. Embocamos al instante el pasillo (no por intuición) sino por el magnífico código de colores pintado en el suelo que te guiaba certeramente a cualquier punto. Brotó en mi la idea de que nos encontrábamos en un edificio cuasi inteligente ¡qué maravilla! Tras un corto trayecto llegamos a una amplia sala de espera moteada de cómodos sillones y pantallas LCD por doquier que “suministraban” códigos anónimos que coincidían con los impresos en la papeleta que el amable señor aquel nos largó. Sin tiempo de acomodar el resuello nuestro número apareció de repente seguido de la palabra CLASIFICACIÓN. Sin duda se refería a la sala de triaje (neologismo este proveniente de la palabra francesa trier que significa: escoger, separar o clasificar). En el interior de la pequeña sala de nuevo tuvimos que hacer entrega de la tarjeta, nos quedó claro que aquel trozo de plástico era el salvoconducto que nos haría acceder al santo sanctorum de las consultas. Sin pestañear una señora con pijama verde me apuntó a la frente con una pistola que identifiqué inmediatamente, era un arma láser como las de Star Trek, apretó un botón, cerré los ojos, pero no hubo detonación, (cosa que agradecí) porqué a esa distancia la probabilidad de error era cero. Al instante aparecieron unos números que determinaban mi temperatura corporal. Otra señora, está al mando de un ordenador, me preguntó amablemente: ¿Qué le ocurre? Y yo…bla,bla,bla. ¡Bien! Dijo ella, pasen de nuevo a la sala de espera, acomódense que enseguida les atenderán. Y eso hicimos. Los números en las pantallas iban pasando con lentitud, y el tiempo también. El trasiego de entrada y salida de las consultas era lento. La primera hora mirando constantemente a la pantalla se nos hizo muy corta la verdad. ¡Por fin! Nuestro número fue premiado y apareció de repente. El acceso a la consulta totalmente despejado. La atención del facultativo extraordinaria, nos indicó la necesidad de hacer una analítico, que al instante se realizó. Una vez hecha me invitaron a la sala de espera nuevamente hasta que hubiera resultados de la extracción. La segunda hora de espera, pasó con extrema lentitud a la tercera y así a la cuarta y después a la quita. Pude leer con máximo detenimiento toda la cartelería alojada por las distintas paredes de la sala. Me llamó mucho la atención distintos carteles que hacían referencia a las agresiones a sanitarios, había varios en esa línea. Como tenía tiempo los memorice todos. Con un golpe de vista observé en el ticket de acceso, sorprendido, la hora de estrada al complejo, 9:56 de la mañana, seguidamente miré mi reloj que marcaba las 16:17 (pensé como pasa el tiempo) seis horas, pero bueno, aquí se está a gusto y confortable, leyendo carteles. Aún tuvimos que esperar una horilla más. Hasta siete. Recordamos los dos al unísono la frase del argot: CUANDO VAS AL MEDICO TÚ NO ERES DUEÑO DE TU TIEMPO. Y eso no llenó de regocijo.

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