08-05-2022

El movimiento feminista surge ante la necesidad de actuar sobre un arraigado conflicto, que atraviesa a la sociedad, determinado por el hecho de nacer mujer o varón. Si bien el análisis sobre el origen y las consecuencias de la subordinación de las mujeres ha dado lugar a distintas teorías, y en ocasiones a infructuosos debates, parto de la consideración de que es sobre esa diferencia biológica inicial como se articulan los procesos que otorgan poder a los hombres sobre las mujeres y generan discriminación y desigualdad que se manifiestan social, cultural y económicamente.

Se trata por tanto de un conflicto que conforma una de las características estructurales del actual modelo de organización social. La categoría género, acuñada por el feminismo, remite precisamente al carácter social y cultural del proceso por el que se atribuyen características y significados diferenciados y jerarquizados a mujeres y hombres, constituyendo estereotipos que varían geográfica y temporalmente, sobre lo que es y debe representar nacer varón o mujer.

Sin embargo, conviene señalar que, al generalizarse el uso de este término, con frecuencia se vacía su contenido crítico integrándolo en discursos políticos, académicos, de ONGs y medios de comunicación, en los que no siempre designa relaciones de poder y procesos sociales de discriminación.

Esta última es la acepción que utilizaré a lo largo del texto. El conflicto al que me he referido requiere y define un nuevo sujeto social, las mujeres, que vertebran y protagonizan el discurso y la acción colectiva de denuncia y contestación a los límites que a su libertad establece la sociedad patriarcal, en una dinámica de transformación profunda de la sociedad.

El movimiento feminista que da expresión a este sujeto se configura a partir de un doble proceso: el personal e individual por el que, de muy distintas formas (todas ellas necesarias, valiosas y legítimas), se rebelan contra aspectos particulares de su condición y manifiestan las situaciones que viven y perciben como injustas; y la dinámica colectiva que genera la identificación de unas con otras, la voluntad de actuar colectivamente contra el sistema de prohibiciones y exclusiones que las encierra en identidades impuestas y la necesidad de abrir nuevos horizontes en sus vidas.

Esta acción conjunta, basada en una interpretación de los deseos y necesidades de las mujeres, configura una identidad colectiva e inestable, que va a estar permanentemente mediada por las múltiples individualidades, identidades diversas y cambiantes de las mujeres, de sus experiencias, criterios y prácticas. Porque es a través de su propia acción como el movimiento va a ir definiendo y redefiniendo su identidad colectiva, su ideología y sus reivindicaciones. Y esta doble dimensión: individual y colectiva, le otorga singularidad al movimiento y una enorme fuerza al situarse como referente para muchas mujeres.

Por último, aunque pueda parecer una obviedad, considero imprescindible destacar el carácter plural del movimiento, de su teoría, práctica y realidad organizativa, frente a cualquier visión dogmática, pues no existe una única forma de analizar y representar la subordinación de las mujeres.

El feminismo no es un dogma (Agra, 2000) ni un proceso acabado; no dispone de una teoría y proyecto cerrado ni de una práctica preestablecida. Se trata de un movimiento social crítico que, a partir de su intervención concreta, se sitúa en permanente confrontación y diálogo con la realidad social y con su propia evolución interna. En este proceso va a desarrollar su capacidad para examinar y poner de manifiesto sus propias tensiones.

Hacer frente a las causas y manifestaciones de la subordinación requiere identificar y actuar sobre los muy diversos mecanismos por los que la sociedad jerarquiza la diferencia sexual y afianza una asimetría que se traduce en relaciones de poder muy precisas. Así, tanto la lucha por reformas y mejoras concretas como la crítica y propuestas de transformación más radical, lleva a transitar por la familia, la escuela, las leyes, el modelo sexual, las prácticas sociales, las relaciones personales, la subjetividad, la economía, las instituciones representativas, y un largo etcétera. La multidimensionalidad y transversalidad de sus ámbitos de actuación es otro rasgo relevante del movimiento.

Siendo el género un elemento de organización social, las propuestas feministas no se pueden circunscribir a un solo campo, sea éste el económico, social, cultural o político, por más que resulte necesario avanzar en cada uno de ellos. Es más, no se puede prescindir de la forma en que interactúan pues en todos ellos se manifiesta la adjudicación y jerarquización de los géneros. Ninguno de ellos por sí solo explica ni la naturaleza ni la profundidad de la opresión de las mujeres, por tanto, los análisis que hacen recaer en la economía o en la cultura las causas primigenias de la subordinación limitan o distorsionan el alcance y el éxito de las propuestas de transformación. Por tanto, identificar los mecanismos por los que la diferencia sexual se traduce en posición de subordinación para las mujeres, requiere una visión interactiva del funcionamiento social y cualquier alternativa debería articular el conjunto de factores de esa compleja realidad.

A modo de ejemplo sirva el análisis de la relación de las mujeres con el mercado laboral. Su participación en el trabajo asalariado es un elemento fundamental para su autonomía económica a la vez que una fuente de sobreexplotación laboral y discriminación social. Para constatarlo valga la referencia a algunos datos actuales: en el Estado español el salario medio de las mujeres es entre un 25% y un 33% inferior al de los hombres, su tasa de paro es siempre superior, la de ocupación siempre inferior, y la feminización de un sector de la economía lleva aparejada su desvalorización social y la reducción relativa de sus salarios. ¡Hermana yo si te creo! ¡Ni una más! ¡Ni una menos!

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