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2023-10-08
Ben Clark
Este poeta nacido en Ibiza en 1984, de ascendencia británica, dice de sí mismo que es susceptible de ser infectado por versos. Por eso, durante la pandemia se hizo viral (incluso a nivel internacional) con el hashtag #Coronaversos, con la intención de combatir con la poesía el aislamiento social impuesto. Si tenéis curiosidad, buscad en la red y conoceréis más sobre esta acción poética y las y los poetas participantes.
Trece poemarios publicados, numerosos premios, inclusiones en bastantes antologías, gran difusión en las redes sociales, un poema viral —El fin último de la (mala) literatura— nos dan una más o menos completa idea de la importancia de este poeta que, además, ha traducido a muchos otros escritores y escritoras.
Ben es exponente de un tipo de poesía socialmente comprometida, atípica por su combinación, su precisión formal, un estilo coloquial y el descentramiento de la voz poética.
Pero mejor disfrutemos con algunos de sus poemas:
El fin último de la (mala) poesía
Tú lees porque piensas que te escribo. Eso es algo entendible. Yo escribo porque pienso que me lees. Y eso es algo terrible.
*** Para poder vivir, nos exigieron abandonar las ganas de estar vivos. Todos los formularios, las instancias, evocaban las uñas amarillas de un enfermo de cáncer de laringe: era inútil la voz en la pirámide sempiterna de impresos. Vivir certificándonos la vida. Ese era el reglamento del sistema. Y olvidar que la Tierra es una sola, olvidar el derecho a ser errante sin ser interrogado en una línea. «El olvido es el arma del Gobierno» gritaban los borrachos mientras alguien procuraba su estado de ebriedad. Vivir, sin darle apenas importancia. Hasta la última instancia, hasta el último impreso, preso. Preso.
*** cada vez más deprisa, más alto. Cada vez más fuerte y deslumbrante cegador.
Lejos del suelo, lejos, cada vez más distante más frío.
Aspirar a una altura irrespirable desde donde las cajas de cartón y sus ignominiosos inquilinos no sean más que puntos bajo el cielo.
Ésta ha de ser la idea del progreso.
***
Claro que los poemas también tienen algunas cosas buenas: para empezar, son breves (casi siempre) y no tienes por qué leerlos todos. También es importante remarcar que ser visto leyendo poesía inclina un cuatro y medio hacia aprobado. Y habría que decir que normalmente las bibliotecas tienen disponibles casi todos sus libros de poemas. Pero que no te engañen. Estas son algunas -si no todas- las ventajas. Que quede claro ahora y para siempre: no se liga, repito, no se liga en absoluto con la poesía.
***
Me propuse crear un gran poema. Pero en vez de escribir llamé a mi hermano y estuvimos hablando de la infancia. Cuando volví a sentarme me sorprendió el mensaje de un amigo. «Es un niño», decía. Como es lógico lo llamé de inmediato y estuvimos dos horas celebrando el milagro sencillo de la vida. Y ahora estoy aquí, delante del papel, extenuado por tanta poesía y sin haber escrito todavía un solo verso.
*** Sintecho, los llamaban. Indigentes. «Están en todas partes, y sin Dios». (Este era el comentario más extraño.)
«¿Y dónde el Paraíso prometido?» cantaban aferrándose a la grasa que hay en los asideros de los trenes.
No les llegó jamás una respuesta. Tan sólo las miradas distraídas y el silencio indolente de los que siempre fuimos masticando de camino al trabajo un pensamiento:
¿Y dónde el Paraíso prometido? ¿Y dónde el Paraíso prometido?
*** A escribir de otra suerte
Yo, que he sobrevivido a los abrazos férreos de turismos y que luzco en el hombro tres cicatrices rectas —las palas de la hélice de una lancha maldita—; yo, que suelo encontrarme dinero y que una vez visité por sorpresa a un conocido y entré en su casa abierta y lo encontré dormido y sosegado pero vivo –el idiota– junto a media botella de líquido de frenos; yo, primero del clan en nacer bajo el sol y el primero de toda la familia que ha podido leer en castellano el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías; yo, que recibí el regalo de la vista y que he podido usarlo para ver la escultura de Apolo y Dafne de Bernini; y finalmente yo, colmo de colmos, que usurpo tu mirada en este instante, apreciado lector, lectora, yo, que de entre mil poetas más notables he obtenido la ofrenda de tu tiempo, puedo decirte ahora que la suerte no existe para nadie que no haya sido amado mientras ama. |
Hijos de la bonanza
“Hijos de la bonanza” nos llamaban: los que no conocieron ni la hambruna ni las agudas larvas de estridencia chillando en el oído por las bombas. Y cuando nuestras piernas, tan delgadas, caían y sangraban porque el parque era de un hormigón armado y frío, se quedaban callados, observando nuestro llanto con un gesto de sorna. Debíamos vivir y dar las gracias por la ocre rozadura en la garganta que provocaba el aire al refugiarse. Agradecer las flechas de las nubes y que un fango lechoso a nuestros pies –en un último gesto agonizante– le mordiera las botas al progreso. ¿Y cómo agradecerles la alegría? La risa provocada por los hombres inocentes del mar cuando se encaminaban hacia el río dispuestos a bañarse entre excrementos. También estaba el tedio de tener que explicarles a los niños palabras como pueblo indio, oso pardo, ballena azul o lince ibérico. Pero esto eran minucias, sacrificios en nada comparables al sufrido por aquellos que ahora nos decían “hijos de nuestra sangre”, tan severos. Aunque, a veces, es cierto, no era fácil, simplemente intentamos ir viviendo. Haciendo caso omiso a los escrúpulos, al vacío que moraba en nosotros, hijos de la bonanza; los hijos de los hijos de la ira, herederos de todos los despojos.
Con
Con el amor precoz de los veranos que guardo bajo llave en las escápulas, con una honestidad imperturbable y extraterrestre, siempre, con todos los tesoros que no tengo y con el canto dulce de la orilla, con el pulso constante de las rocas y con lo que no rima y con las cosas que suenan demasiado y los silencios que a veces sobrecogen, y con una esperanza maternal y con la piel y el pelo y con los ojos de todos los pintores que han vivido. Con la pura verdad y las mentiras, con todo lo que quise ser un día y con esto que soy hoy, te he querido.
*** Si dijera otra cosa, mentiría. Y quiero conocerte, de verdad, y que tú me conozcas, con el tiempo. Que hagamos nuestros sitios que ahora mismo no nos importan nada. Quiero echarte de menos, que me llames y me digas que me extrañas muchísimo, que falto. Quiero memorizar tu piel, decirte que tienes un lunar nuevo en el hombro, quiero decirte Cielo y que te enfades porque odias ese nombre. Quiero verte cada día que pueda y discutir por cosas que ahora mismo dan igual.
Quiero saber que estamos distanciándonos. Notar cómo los días nos devoran, irremediablemente. Quiero que me preguntes qué nos pasa y no tener palabras que decirte. Cuando tú ya no estés tan buena y yo ya no le dé importancia a ese detalle, porque yo no seré tampoco joven y mis preocupaciones serán otras: pensar cómo es posible que hoy de nuevo nos estemos mirando como aquel día en que me acerqué a ti y te dije algo — ya no me acuerdo—, que quería conocerte, supongo, y los dos éramos lo mismo que ahora somos. ¿Qué me dices?
***
Releo los poemas de ese amor. Me fijo en sus errores, en las rimas excesivas, en todos los versos que me sobran. (Hay que ver lo mal que yo escribía cuando estaba loco de amor por ti.) Me felicito: hoy conozco la técnica, hoy imparto talleres de mecánica poética y publico en las editoriales más famosas.
Pero he de confesar que algunos días regreso a aquellos versos de aprendiz sin el escudo hipócrita del ego.
Y envidio a ese poeta. Envidio su talento desbocado y, lo peor de todo, siento envidia del amor sin mesura que intentaba convertir en poema.
***
Nuestra nevera nunca estuvo llena. Se congelaba, hacía ruidos raros como diciendo mira, no me usáis, vendedme a alguien del barrio, no será muy difícil –todo esto, claro está, en un lenguaje propio de las neveras; un idioma sintético, volátil, una lengua compleja, cargada de freón–. Con todo éramos pobres para poder tener la nevera vacía, debíamos llenarla de algún modo. Fue mi mujer quien dio la idea de los libros. |
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