... son en mi memoria aquellos inviernos, cuya imagen ha sobrevivido sepultada bajo el confeti invisible que envejece a los transeúntes y barniza los edificios con su afeite grisáceo.

2023-09-24

 

Todas las ciudades

 

Quien no iba más allá de la simple apariencia, la creía un trasunto de la niña del exorcista o de la chica de la curva. A ello contribuían los hilos de araña que azuleaban las inmediaciones de sus ojos de lechuza merodeadora de ambientes. Solía llevarlos abiertos siempre hasta la hipérbole, en un obsesivo intento de que nada se le escapara. Y se te podía aparecer en el lugar más insospechado: al doblar la esquina, al alzar la vista del periódico, al volver la cabeza en el cine o en una conferencia, al mirar al fondo de la barra de un bar de los que habitualmente visitaba… Por ello que el dueño de aquel garito se sintió extrañamente molesto por su presencia: cada noche sola en el mismo rincón de la barra, la mar de triste, como aquella otra chica de la canción de La Mode.

 

Ahora mismo, de nuevo frente a su recuerdo, pienso en la ciudad en la que coincidimos por un tiempo, empaquetada siempre de manera minuciosa en un vaho glacial, cubierta por entero con ese rudo envoltorio. Porque así

son en mi memoria aquellos inviernos, cuya imagen ha sobrevivido sepultada bajo el confeti invisible que envejece a los transeúntes y barniza los edificios con su afeite grisáceo.

Tengo la certeza de haber andado demasiado tiempo perdido en la deriva de esa bruma donde nada ocurría ni cambiaba con la suficiente rapidez. Por muchas expectativas que tuviera, mirado con los años, todo parece irreal, como una de esas estampas típicas encerradas en un domo de nieve, aunque se deje entrever mi propia imagen caminando a contracorriente con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, tropezándome con la multitud.

 

Entonces perdí la prisa, cuando renuncié a la incertidumbre, a la zozobra de la nebulosa en que se había convertido aquel territorio devastado por el amor y el desencanto que este ocasionaba; todavía sin que la muerte se oteara cerca en el horizonte de la ciudad con más muertos sobre la tierra. Solo era esa ciudad invisible que leo en los escritos de Sergio Mayor; donde se pierden quienes —como antes advirtió Pessoa— la devoran con ojos viajeros. La ciudad a la que debemos ser moralmente merecedores cuando nos paramos por fin a observar, no solo el paisaje, sino todo lo que late en él y que nunca percibirá un viajero-coleccionista de ciudades bellas. Una ciudad deconstruida y desandada sin parar, que nos había concedido la virtud de su contemplación, y que nos empujaba a desangrarnos en sus bares.


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