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DOMÈNEC MARTÍNEZ GARCÍA "El barro y los coches inundaron la platea de bancos de madera. Nunca más se abrió. Abajo el telón a nuestros sueños de juventud |
2025-08-10
Cine Doré
Cuando tenía 10 años me enamoré de una princesa vikinga y tuve una infancia feliz. Eso me salvó. También El cine Dorado de mi barrio. Donde mi padre y mi madre nos llevaban el fin de semana. Fiambrera con tortilla de patatas, un par de gaseosas y la bota de vino para afrontar la sesión doble y el N0-Do, con el Caudillo y el aguilucho.
Los niños no pagan, decía mi padre, exhibiendo las dos entradas para toda la familia. Oye, Manolo, que los niños están ya creciditos, afirmaba resignado el acomodador. Otro ‘Sábado de Gloria’ para mi hermana y para quién escribe estas notas. Aunque el trámite cada vez se nos hacía más cuesta arriba.
Allí también me enamoré de Claudia Cardinale, y practiqué el juego de rozar la mano de alguna adolescente del barrio. Sueños eróticos en blanco y negro. Todo se transformó un mes de septiembre de 1962. Yo tenía 13 años y estudiaba tercero de Comercio. Al año siguiente iniciaría mi actividad laboral en la industria textil, siguiendo la estela familiar, el Manuel y la María, que habían llegado del sur, desde las Alpujarras de Almería.
El cine Doré —nombre auténtico que el Generalísimo mandó cambiar por Cine Dorado—, quedó anegado. El barro y los coches inundaron la platea de bancos de madera. Nunca más se abrió. Abajo el telón a nuestros sueños de juventud. Al luto por los centenares de muertos arrastrados por las aguas de las rieras del Vallès le sucedieron la solidaridad de las gentes más cercanas. También las visitas y el obligado homenaje —escuelas a formar— al invicto “Franco, Franco, Franco”. Nuestro mundo cotidiano cambió, así lo recordamos en Terrassa cada 25 de septiembre.
De los tebeos del Capitán Trueno con una princesa rubia y escote generoso, una Sigrid desenvuelta y objeto de deseo y de censura —cuyo autor Víctor Mora, hijo de exiliados republicanos y que acabaría en París colaborando con el PCE y el PSUC—, pasamos al mundo real, el de nuestros barrios y ciudades. Francisco Candel, que este año cumpliría 100, nos abrió el camino a la literatura de conciencia social. Más útil que los manuales al uso para tratar de cambiar el mundo.
Hay una juventud que aguarda y Donde la ciudad pierde su nombre retrataban muy bien el paisaje urbano habitual, barrios en transformación, emigración y la radio dominical emitiendo Andalucía en Cataluña. Mi barrio era conocido en aquella época como el de la piscina o el barrio de Los Kubalas, porque aquí vino una vez Ladislao Kubala para inaugurar un campo de fútbol que llevaba su nombre, hasta el mismo año en que las aguas se llevaron el cine, se cerró la piscina y también el campo de fútbol. Ahora tenemos una gasolinera.
Fue un antes y un después. Al año siguiente tuve que empezar a trabajar. Tenía 14 años todavía no cumplidos. Si te dicen que caí, es otro eslabón de mi formación sentimental y compromiso político. Juan Marsé ya nos había advertido en Últimas tardes con Teresa, de aquel personaje, pijoaparte, subiendo a los barrios altos. Aquí nació nuestra pasión por la lectura.
Ahora, hilvanando esta crónica librepensante, he cerrado otra lectura en este tramo de la vida. Sueños marchitos para cambiar el mundo, derrotas, flores del altiplano y molinos de redención. La lucidez de Gabriela Wiener y su fantasía poética en Atusparia. “Para que algo cambie los libros tienen que equivocarse”.
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