![]() |
A FONDO "En España, el discurso de exclusión ha dejado de ser un simple desliz populista para convertirse en un proyecto articulado, con lenguaje propio, símbolos definidos y un enemigo constante. |
2025-07-27
AUTORES
Ahmed Bensaad Bentahar /// Letrado y Presidente del Consejo Consultivo de Comunidades Islámicas de Andalucía
Said Othmani Ghaffour /// Profesor de Francés y Doctor en Derecho en Ciberdelincuencia
22 de julio de 2025
En España, el discurso de exclusión ha dejado de ser un simple desliz populista para convertirse en un proyecto articulado, con lenguaje propio, símbolos definidos y un enemigo constante. En el centro de esta narrativa se encuentra el partido Vox, que enarbola la bandera de la “identidad pura” y dirige sus ataques, con especial énfasis, hacia los inmigrantes en general, y los marroquíes en particular.
Ya no se percibe al marroquí como vecino, compañero de trabajo o padre de familia. Vox lo representa sistemáticamente como una amenaza estructural, un desequilibrio demográfico, una invasión cultural. Se ha deshumanizado su imagen hasta convertirlo en una figura simbólica dentro de una guerra discursiva que divide a la sociedad entre “nosotros” y “ellos”.
Este partido de extrema derecha promete expulsar a todos los inmigrantes si llega al poder. Su discurso ya no es marginal: se ha convertido en una opción electoral creciente, donde el inmigrante es retratado como una amenaza existencial, una invasión silenciosa y una carga económica. Esta retórica va más allá de lo político: ha alimentado actos de violencia. En lugares como Torre Pacheco, ciudadanos marroquíes han sido agredidos bajo un pretexto ideológico. No es ficción: es una realidad documentada.
Ya no se trata de molestias aisladas, sino de una criminalización colectiva, muchas veces sin pruebas claras. Es el mismo lenguaje que precedió a las grandes catástrofes del siglo XX, basado no en hechos, sino en una sensación inflada de pérdida de identidad.
Frente a crisis complejas, se buscan explicaciones simples, y el inmigrante se convierte en el chivo expiatorio ideal: sin voz política, sin herramientas de influencia, sin poder real.
¿Quién defiende al inmigrante cuando las instituciones fallan?
Es ahí donde el intelectual cobra relevancia, no como figura elitista, sino como testigo activo. Federico García Lorca afirmaba que “lo más abominable es reprimir la palabra que dice la verdad”. No murió solo por la guerra, sino por defender que el diferente no es una amenaza, sino una riqueza. Hoy, sin duda, estaría junto al inmigrante marroquí.
También Miguel de Unamuno alzó su voz ante los generales franquistas con aquella célebre frase: “Venceréis, pero no convenceréis”. Hoy más que nunca, necesitamos ese espíritu: decir la verdad incluso cuando los medios callan y los partidos pactan con la intolerancia.
Los marroquíes no son forasteros temporales. Son parte activa del país: trabajan en los campos del sur, estudian en universidades, crean familias y contribuyen al tejido social. No hablan el lenguaje de la destrucción, sino el del esfuerzo diario. Pero presentarlos como una amenaza colectiva es una forma de reeditar viejos discursos expulsivos que marcaron los períodos más oscuros de la historia española.
Esta narrativa no solo pone en riesgo la seguridad de una comunidad, sino que también debilita las bases del Estado democrático, convierte la ciudadanía en un privilegio condicional y transforma los derechos en dádivas revocables.
Si la sociedad civil —en sus dimensiones cultural, académica y mediática— no reacciona, corremos el riesgo de despertar en un país con una sola historia, una sola imagen y una sola raza. Si se tolera esta limpieza étnica simbólica, los siguientes objetivos podrían ser el catalán, el vasco o el gallego. Así comenzó el fascismo. Pero esa nunca fue la verdadera España. Incluso en los tiempos más oscuros, hubo quienes escribieron sobre la justicia, cantaron la dignidad y vieron en cada ser humano algo más que un pasaporte.
La paradoja del ciudadano árabe-musulmán
Vivimos en una época en la que abundan los discursos sobre diversidad y convivencia. Sin embargo, los ciudadanos de origen árabe y musulmán viven una paradoja dolorosa: dominan el idioma, obtienen la ciudadanía, contribuyen al país, pero siguen siendo juzgados por su acento, excluidos de la narrativa nacional.
No se trata de frustraciones pasajeras, sino de una realidad estructural. Cada incidente aislado sirve como excusa para condenarlos colectivamente, convirtiéndolos en blanco de una narrativa que mezcla miedo, sospecha y traición.
Lo más preocupante es que esta narrativa niega incluso el legado histórico del islam y la cultura árabe en la construcción de la identidad española. En algunos programas escolares, discursos oficiales y productos culturales, se presenta el pasado andalusí como una anomalía, un paréntesis o una ocupación. Se ignora deliberadamente la herencia de figuras como Ibn Rushd, Ibn Tufayl o Al-Mu’tamid ibn Abbad.
Esto es lo que Paul Ricoeur llamó “memoria herida”: una historia manipulada con fines políticos. Al distorsionar la imagen del pasado, se relega a los árabes contemporáneos al estatus de extranjeros permanentes, tanto en la memoria como en el presente.
Elegimos quedarnos: no por nostalgia, sino por futuro
Granada, Córdoba, Toledo, Zaragoza o Madrid no son nostalgias, sino escenarios vivos de una apuesta cultural. En cada rincón resuena una historia compartida. Vivir aquí es también un acto político: una afirmación de que el pasado no debe ser enterrado ni reducido a un relato oficial puritano. Las sociedades no solo se definen por eventos políticos o económicos, sino también por sus percepciones, sus actos cotidianos y la forma en que tratan a quienes consideran distintos.
El racismo no es solo una actitud individual, sino un síntoma de decadencia moral colectiva. No es una simple diferencia de opinión, sino una falla profunda de conciencia. El verdadero peligro no es el odio visible, sino el silencio cómplice, la normalización.
Los racistas no nacen: se forman. La repetición, la justificación y el miedo construyen prejuicios. El racismo no comienza con el rechazo al extranjero, sino con el rechazo a lo que se aparta de lo “normal”. Empieza con el miedo inducido, con la necesidad de encontrar culpables externos ante crisis internas.
El Estado entre la pasividad y la complacencia
Frente a estos ataques, el gobierno español ha respondido con tibieza. Defender la justicia parece costoso; reconocer la diversidad, un riesgo electoral. Esta reticencia deja espacio a una ultraderecha que promete una España “más pura” contra toda lógica demográfica y económica.
La resistencia intelectual es débil. Faltan discursos capaces de contrarrestar la hegemonía simbólica que figuras como Arturo Pérez-Reverte legitiman desde el etnocentrismo y el neocolonialismo, invocando una supuesta misión civilizadora.
Si Gramsci viviera, nos recordaría que la hegemonía cultural es tanto o más poderosa que la política. Si escucháramos a Baudrillard, entenderíamos que ya no lidiamos con realidades, sino con simulacros. Y si leyéramos a Edward Said, reevaluaríamos el lugar del islam en el imaginario europeo.
¿Es entonces el inmigrante la causa de nuestras crisis? ¿O solo el reflejo de un proyecto social que se resquebraja desde dentro?
España ha excluido incluso a sus propios hijos. Lorca no era extranjero. Fue asesinado por ser libre, por pensar diferente. Cuando una sociedad margina al propio, no sorprende que también margine al ajeno.
La exclusión comienza con el lenguaje, con los titulares, con las palabras: “inmigrante”, “ilegal”, “gueto”, “amenaza islámica”. No son términos inocentes: despojan de humanidad.
El problema no es “el otro”, sino la autoimagen distorsionada. España, como otros países europeos, atraviesa un cambio profundo. Pero no puede construir un futuro encerrándose en el pasado ni usando la identidad como arma.
Como dijo Ortega y Gasset: “La patria no se define por el pasado, sino por un proyecto de porvenir”. Y como advirtió Machado: “
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
No al duelo, sí al proyecto
No basta con denunciar: es necesario construir. Necesitamos un proyecto común, colectivo, que dé forma a instituciones culturales, redes de acción política y nuevas narrativas. Hay que reformular el discurso del reconocimiento no desde el victimismo, sino desde el protagonismo.
Los marroquíes no son visitantes en esta historia. Son actores. Si el Estado, la sociedad y los intelectuales no frenan esta deriva excluyente, muchos buscarán otras patrias. No por falta de amor a España, sino porque a veces, España les recuerda que amarla no es suficiente.
Aun así, no callaremos. El reconocimiento no se concede al silencio, sino a la verdad dicha en voz alta. La voz de Ibn Rushd no fue expulsada, y Andalucía no terminó en 1492.
Para dar tú opinión tienes que estar registrado.