... en los años cincuenta, la psicosis global a causa de la Guerra Fría y el agotamiento de la fórmula del “cine de monstruos” hizo que el cine de terror derivase hacia productos más propios de la ciencia ficción,

2023-10-22

 

Las pelis de miedo

 

Hace unos días, en mi última visita al cine, me percaté de una cuestión: casi la mitad de la cartelera la copaban películas de terror. Es fácil deducir que la presencia simultánea de la décima entrega de la saga Saw (2005), la segunda de La Monja (2018) y el nuevo capítulo de la serie El Exorcista (1973), con el subtítulo Creyente, se deba a que halloween (me refiero a la festividad, no a la película de John Carpenter que, como buena peli de terror, también atesora infinidad de secuelas) está a la vuelta de la esquina. Pero la realidad es que, tras echar un rápido vistazo a los estrenos en las salas de cine en los últimos años, he podido constatar que las películas de terror llevan siendo una constante de éxito en la oferta cinematográfica más allá de fechas puntuales en el calendario. 

El cine de terror es casi tan antiguo como el mismo cine y siempre ha tenido un efecto de atracción irrefrenable para el público. En 1899, La mansión del diablo de George Méliès mostró cómo la sugerente oscuridad de la sala de cine era el escenario ideal para dar rienda suelta a la imaginación y los temores más profundos del ser humano. En esos primeros años del siglo XX, el cine de terror sirvió de catalizador para una sociedad que se encontraba asediada por los temores reales fruto de los convulsos tiempos en torno a la Primera Guerra Mundial. El cine expresionista alemán, con su fantástico uso del contraste entre luz y sombras y los recursos estilísticos propios de la pintura expresionista, aportó joyas como El Gabinete del doctor Caligari de Robert Viene o Nosferatu de F.W. Murnau, ambas realizadas en los primeros años veinte, encumbradas como referentes dentro del género del terror y del arte cinematográfico.  Si ya en los años veinte había una producción considerable de películas de terror en Estados Unidos, fue durante los duros años derivados del crack económico de 1929 cuando las películas de monstruos marcaron un hito. Drácula de Tod Browning y Frankenstein de James Whale, ambas estrenadas en 1931, fueron el buque insignia de una larga lista de producciones, principalmente de la productora Universal Pictures, que llenaban las salas de cine con un público que ansiaba exorcizar sus profundos miedos ante la incertidumbre de sus vidas.

Ya

en los años cincuenta, la psicosis global a causa de la Guerra Fría y el agotamiento de la fórmula del “cine de monstruos” hizo que el cine de terror derivase hacia productos más propios de la ciencia ficción,

haciendo hincapié en los peligros de la ciencia con sus virus y plagas, la tecnología nuclear y las consecuencias de la radiación o las invasiones alienígenas de todo tipo. Sirvan de ejemplo La Guerra de los Mundos (1953) de Byron Haskin y El experimento del doctor Quatermass (1955) de Val Guest. La productora de esta última, la británica Hammer Productions, fue la encargada, durante las dos siguientes décadas, de revivir el interés por los clásicos personajes de terror, pero bajo un cariz más explícito y sugerente. De esta época son las memorables y numerosas encarnaciones de Drácula de Christopher Lee (mucho antes de ser Saruman en la trilogía El señor de los anillos o el Conde Dooku en la saga Star Wars) en cintas como Las novias de Drácula (1960) de Terence Fisher o Las cicatrices de Dracula (1970) de Roy Ward Baker.

Los frenéticos años sesenta y setenta presentaron nuevos temas dentro del género de terror, que marcarían la tendencia hasta el final del siglo XX y asentarían las bases del cine de terror del nuevo milenio. George A. Romero estrenó La noche de los muertos vivientes (1968), una profunda crítica política fruto de las convulsiones sociales a las que se enfrentaba occidente en aquellos años del movimiento hippie, las revueltas raciales y el levantamiento en contra de la guerra de Vietnam que se convirtió en el germen de uno de los subgéneros más importantes, el cine de zombis, sin duda uno de los más prolíficos dentro del cine de terror.

En estos años también hace eclosión el cine de terror paranormal que apuesta por una visión más realista (en algunos casos casi escéptica) y psicológica con títulos como La semilla del diablo (1968) de Roman Polanski o El Exorcista (1973) de William Friedkin. Este subgénero de lo paranormal es el que mejor ha sabido amoldarse a los gustos del público a lo largo de los años y medio siglo, después goza de una salud formidable con las carteleras inundadas de historias que no dejan de ser distintas aproximaciones a estos temas. Sirvan de ejemplo títulos como la saga Insidious (2010) de James Wang, que ha estrenado este año su quinto episodio, o la última película del maestro del género M. Night Shyamalan, Llaman a la puerta.

A finales de los años setenta y durante todos los ochenta, dos nuevos elementos se sumaron a la lista. Por un lado, el slasher (peli de asesino en serie que acaba con un grupo de díscolos jóvenes de formas rocambolescas y, preferiblemente, muy sangrienta) campó a sus anchas por los cines desde el estreno de la seminal Hallowen (1978) del mencionado Carpenter (director de culto que nos ha regalado verdaderas joyas del género como La Niebla de 1980, La Cosa en 1982 o En la boca del miedo de 1994). Le siguieron series como Viernes 13 (1980) o Pesadilla en Elm Street del mítico director Wes Craven (responsable también de la resurrección a finales de los noventa de este subgénero con la serie Scream, que ha presentado su sexto episodio este mismo año). Un cine que mostraba sin tapujos el castigo a los hijos de una sociedad despreocupada e imbuida por un capitalismo feroz que impone unas reglas injustas donde el ser humano pierde su condición como tal y, por tanto, puede ser destrozado.

Dando un paso más allá, La matanza de Texas (1974, estrenada en nuestro país en 1977) de Tobe Hooper y productos como Holocausto Caníbal (1980), de Ruggero Deodato, introdujeron el terror gore. Este cine hace un alarde desvergonzado de los trucajes de maquillaje, los efectos especiales y el deleite por la sangre y las vísceras, que no pocas veces roza el mal gusto. Sirva de ejemplo la cinta Mal gusto (1987) de un Peter Jackson previo a sus andanzas por la Tierra Media de Tolkien. Eso sí, en todos los ámbitos hay artistas con más “sensibilidad”, tal y como demostró James Wang con su saga Saw donde hizo gala de un estilo más elegante y cinematográficamente atractivo para mostrar ese gusto por el gore más truculento, creando la escuela del torture porn, que ha llegado con exito hasta nuestros días.

Ni que decir tiene que cada país o región ha hecho en algún momento su especial y genuina aportación al género. Tal es el caso del Giallo italiano con los trabajos de Dario Argento y Luzio Fulci, o España con la personalidad de grandes directores como Ibañez Serrador, Naschy, Bayona, Amenábar, Balagueró, de la Iglesia y Plaza, entre otros muchos. Pero si hay un cine que ha influenciado de forma irreversible al género del terror por sus temáticas, estética y compleja sencillez, es, sin lugar a dudas, el llegado de oriente con los creadores japoneses y coreanos como punta de lanza. Películas como The ring (1998) de Hideo Hanaka, Ichi the Killer (2001) de Takashi Miike, Dos hermanas (2003) o La maldición (2005) nos muestran que, en el mundo global del nuevo milenio, los mitos y miedos provenientes del lejano oriente nos resultan más cercanos de lo que podríamos esperar.

En la actualidad nos encontramos con un cine de terror que ha sabido conformarse como un género potente dentro de la industria.

Ha sabido madurar con los años y, consciente de que el miedo, la angustia, el terror nos une e iguala como seres humanos, consigue dar respuesta a lo que la sociedad de su momento le está pidiendo; ya sea una vía de escape, un espejo donde mirarse o una necesaria reflexión. Y puestos a reflexionar, un servidor, ante las salvajes imágenes de lo que está sucediendo en la franja de Gaza, no me quito de la cabeza una escena terrorífica de la película Guerra Mundial Z (2013) de Marc Forster. Es esa secuencia en la que una masa ingente y enloquecida de zombis, fruto de una infección viral, intenta entrar en Jerusalén. Para hacerlo se amontonan a centenares, uno encima de otro contra las murallas de la ciudad, hasta que la montaña de cuerpos hacinados corona el muro, consiguen cruzar la barrera y penetran en la ciudad para arrasarla completamente ante un ejército incapaz de contenerlos. Qué miedo, ¿no?


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