2022-01-01
Como en la oscarizada película de Tom Hopper, el discurso del rey, el del nuestro, el de la Navidad que llega en medio de una crisis estratégica de quién se resiste a no copar todos los poderes, es también un relato sobre la necesidad de superación personal y colectiva, y de la importancia de ser coherente con el mandato ciudadano, en la defensa del interés general, y en la búsqueda de valores como el diálogo, la tolerancia o el respeto a los principios democráticos; cuestiones que Felipe VI ha repetido en un tono solemne, pero sencillo, advirtiendo de las duras consecuencias que puede acarrear la grave crisis que soportamos.
Había quien esperaba que señalase buenos y malos en su lectura sosegada y profunda de este momento; aflicción en unos, delirio y virulencia en otros; la línea no fue, lógicamente, atravesada, lo que no quiero ni puedo entender como señal de equidistancia, si bien, como hemos visto, ese intrincado equilibrio se podría aprovechar por quien no duda en utilizar para su interés el incumplimiento de la Constitución o la perversión de Instituciones cuya legitimidad nacen precisamente de la Constitución, la soberanía popular y la democracia; por quien no ceja tampoco en intentar hacer de la Monarquía una parte privativa de su forma de entender lo español.
Es algo más que un momento de forzado temple en medio del caos por ellos generado intentando deslegitimar el resultado de unas elecciones democráticas; no deja de ser, también, un intento de subrogar las formas difícilmente criticables de una Institución que también es de todos, la Jefatura del Estado, en teorías conspirativas que descansan en la pretendida ilegitimidad para gobernar de quienes no son ellos, por más que fuera la democracia la que les llevó al gobierno.
El ejercicio de reflexión instado por el Rey en su discurso es eso, de reflexión, y de todos, y repele, en buena lógica, hechos o estrategias que descansan, como vemos, en la ruptura del diálogo con Cataluña, en la reiteración de la presencia espiritual del hecho terrorista, en el olvido de la trascendencia que tuvo la izquierda en su desaparición, y en el incumplimiento inconstitucional para impedir la influencia sustancial de la mayoría conservadora en el CGPJ y el Tribunal Constitucional. Lo contrario es inverosímil.
Y quien lucha con esas armas, debería ser consciente, mínimamente consciente, que juega con instrumentos muy peligrosos, capaces, como estamos viendo, de construir un trance institucional sin precedentes, y de generar un irrespirable espacio de inquina en un país que prefirió el diálogo a la conspiración y la democracia al odio.
Perversiones que solo pueden sanar con una pronta vuelta al constitucionalismo real y efectivo, y con una aceptación de las reglas más básicas del juego democrático: respetar al gobierno que sale de las urnas para cuatro años. No puede ser tan difícil.
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