JESÚS GONZÁLEZ

"La economía, o el comercio, es actualmente el único poder omnímodo a escala planetaria. Es definitivo, y suena todo lo mal que parece. 

2025-08-15

Gaza, la dignidad perdida

Para comprender la realidad, a menudo hay que conocer el pasado.

Tras la II Guerra Mundial, la comunidad internacional, dominada en aquellos momentos por EE. UU. (que se presentaba como el salvador de Europa y faro del nuevo orden mundial) pareció comprender el horror de un histórico, ancestral casi, comportamiento belicoso basado en el honor patrio, el expansionismo y la codicia material. Se volvieron a revisar las bases del Derecho Internacional, y la fracasada Sociedad de Naciones dio paso a la ONU. Se redactó lo que pretendía ser la primera norma de alcance planetario, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y comenzó lo que se suponía sería la evolución hacia una sociedad mejor.

En este punto se hacen necesarias dos observaciones, para evitar equívocos o distracciones inútiles. Hasta aquel momento, e incluso hasta nuestros días, aunque esto cambiará pronto, lo             que podríamos entender como sociedad humana era la referida a la vieja Europa y Norteamérica. Las demás formas de organización social o posición trascendental ante la vida (significativamente, las africanas y asiáticas) sencillamente no se tenían en cuenta. Tal diferenciación, repito, está próxima a su fin. Pero no porque vayan a tenerse en cuenta todas las sociedades humanas, sino porque todas ellas van camino de desaparecer en su identidad, asimiladas a un orden mundial nuevo. Y, por otra parte, toda situación explicada en términos generales debe ser entendida en ese modo. Ceteris Paribus, o será imposible exponer nada en unos cuantos folios.

Así pues, retomando la historia, tras los horrores mundiales vividos, a mediados del siglo XX los diferentes gobiernos de países grandes y pequeños pusieron a sus juristas a trabajar para crear un verdadero Derecho Internacional que aglutinara el sentir de la humanidad; y pareció conseguirse. Se proclamaron declaraciones universales, se crearon organismos supranacionales por doquier y se acordaron cientos de compromisos multilaterales. La socialdemocracia entró con fuerza en la sociedad europea y se inició el camino hacia el estado del bienestar. Fue un consenso común, poco difícil de alcanzar, que el marco jurídico por el que debía regirse el mundo era un liberalismo de mercado; aunque desde el principio aparecieron diversas matizaciones a esa visión e incluso la negación directa, el tiempo ha acabado consolidando el modelo. Las experiencias comunistas y comunitaristas han demostrado su fracaso absoluto e incluso la propia socialdemocracia languidece aferrada a una posición de garante amable de las conquistas sociales… para los que (cada vez son y serán menos) las puedan pagar.

Este pseudoacuerdo global acerca de los derechos humanos y de los pueblos no sirvió, como sabemos, para detener las guerras, pero sí para cambiar su estilo. Las dos grandes potencias enfrentadas de entonces utilizaban a terceros países como escenario de sus algaradas mientras se amenazaban sin llegar a más. Las guerras que se sucedieron tras 1945 fueron casi todas provocadas por las antiguas potencias europeas que en sus diferentes procesos descolonizadores en África, Indochina y Oriente Próximo abandonaron a los pueblos mientras les trazaban fronteras inexplicables que forzosamente iban a conducir al conflicto. Lo que está ocurriendo en Gaza, sin ser una guerra, tiene su origen primigenio en el abandono irresponsable, criminal y traidor que Reino Unido perpetró en la zona, que supuso el afianzamiento del proyecto sionista y la condena del pueblo palestino. Esta condena es irremediable e irremisible. También es inadmisible, pero eso es sobre el papel… y ya se sabe que el papel lo aguanta todo.

He querido introducir estos breves apuntes históricos porque quisiera indicar al amable lector un detalle que parece ignorarse casi siempre. El genocidio de los gazatíes es el punto final de algo que empezó mucho antes. Frecuentemente, se oye reprochar al pueblo israelí su falta de memoria, su olvido del holocausto sufrido y el que se comporten como antaño hicieron los nazis con ellos. Pero lo cierto es que la ruina del pueblo palestino se comenzó a forjar mucho antes. Ya desde la declaración Balfour, muy anterior a la aparición del nazismo, las oleadas de inmigrantes (europeos, sobre todo) que llegaban a Palestina fueron ocupando ilegalmente territorios en nombre del futuro Estado de Israel. Diez años antes de los campos de exterminio, los judíos que llegaban huyendo de la Alemania nazi contribuían, quizá sin saberlo, a esta matanza de hoy.

Del mismo modo que Alemania no se despertó en enero de 1942 con la decisión de poner en marcha los hornos en Dachau, en Israel no han decidido, ahora y porque sí, borrar a Palestina del mapa. Desde muchos años antes, se inculca el miedo, se manipula a la gente e incluso a veces se sufre ciertamente un doloroso ataque real. Con el tiempo se consigue que la gente deje de ver a los vecinos como personas, y a partir de ahí pensar en pegarles un tiro, niños incluidos, no es tan difícil. Las hordas de energúmenos iletrados que en España y Europa difunden los bulos de la ultraderecha, los rednecks que jalean a un impresentable Trump y los criminales poderosos que les incitan están lanzando los mismos mensajes.

Horrores como los que vemos en Gaza a diario, o los que suceden en Ucrania y Yemen, o los que sucedieron en Ruanda; Camboya o España sólo pueden entenderse hablando de dignidad, o la falta de ella.

Observo con frecuencia cómo la gente confunde los términos dignidad y orgullo. Para mí, son totalmente diferentes y muchas veces inconciliables. El orgullo se tiene por voluntad propia, por contagio, por contacto, aparece súbitamente y a veces conduce, cuando falla la causa que lo motiva a reacciones ásperas de rechazo. El orgullo es ruidoso, se exhibe o trata de hacerlo, y se entiende perfectamente como sentimiento de masas. La dignidad, por el contrario, se tiene per se (al menos, en su término más básico) y es condición de persona. La dignidad es íntima, tranquila y no se proclama. Se demuestra con los actos, o se pierde con ellos. Puede agrandarse, individualmente, pero para ello debe ser reconocida por los demás. Uno no se otorga más o menos dignidad, porque no puede, pero puede perder la propia por su voluntad. Personalmente, tiendo a pensar que muy a menudo grandes muestras de orgullo tapan serias faltas de dignidad.

Así pues, del mismo modo que el orgullo se lo otorga uno a sí mismo (patéticamente, a veces) la dignidad debe ser reconocida, y también puede ser atacada. Despojar a la gente de su dignidad es el primer paso para convertirla en carne de cañón. Cuando a alguien se le somete a vejaciones, se le sume en la indigencia o se le obliga a cometer “indignidades”, poco a poco se le va despojando de su condición. Lo que es quizá más difícil de apreciar es la dignidad que les queda a los demás que imponen o consienten.

La dignidad del mundo entero se está perdiendo en Gaza.

Las buenas gentes de Gaza, que son sin duda la mayoría, llevan decenios soportando ataques y arbitrariedades israelíes mientras se han ido viendo lanzados como marionetas al albur de gobiernos oportunistas, organizaciones terroristas inhumanas y una opinión pública internacional que sencillamente les ignoraba. Han sido, con permiso de los cisjordanos que seguirán sus pasos, los últimos sacrificados del sionismo. Su dignidad desapareció conforme se les iba olvidando, y ahora no serán salvados.

El pueblo de Israel ha decidido enterrar su dignidad en Gaza. Asesinatos selectivos, deportaciones y hambrunas no son prácticas de guerra, sino de nazis. La amenaza terrorista no es excusa, por más que sea dolorosamente real. España, o sus gobiernos para los más sensibles, ha cometido en los últimos decenios (o siglos) actos notoriamente indignos; pero jamás he escuchado ni tenido la impresión de que al terrorismo etarra pudiera interponerse una ocupación armada arrasando Euskadi. Hay límites, y en Gaza se sobrepasan todos. Existen judíos ortodoxos y rabinos que claman contra Netanyahu por sus crímenes…  como en todas partes, los clérigos son capaces de lo peor, y de lo mejor.

La dignidad de la vieja Europa, por este y otros asuntos, desapareció hace tiempo. La Unión Europea, que debía ser faro moral y ético del mundo gracias a su herencia humanística, ha quedado finalmente en lo que empezó siendo: una reunión de comerciantes. Las regulaciones político-económicas de gran alcance desarrolladas por el Consejo son sistemáticamente ignoradas y violentadas por las Corporaciones, protegidas por papá Trump. A estas alturas, todavía se debate si la evidencia terrible de las atrocidades israelíes es suficiente para enfadarse con un país amigo de vocación europea al otro extremo del Mediterráneo y que nunca falta a Eurovisión. Aunque no es objeto de esta reflexión, la posición europea ante la invasión de Ucrania es también indigna ad infinitum.

De la posición estadounidense podríamos extraer reflexiones variadas, pero me quedaré con esta: ellos son más de orgullo. Mucho más.

El resto de la Comunidad Internacional poco tiene que decir. Rusia utiliza con maestría el desgaste moral que supone (sobre todo para Europa) el desastre de Gaza para maniobrar sus propios asuntos. China, como siempre, observa, aprende y espera. Casi nadie, en ningún lugar, muestra una actitud que pudiéramos llamar digna.

Vista la situación, cabe preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Qué poder o circunstancia es capaz de mover al mundo entero, casi por primera vez, en una dirección única, aunque sea tan penosa? La respuesta, y el avispado lector ya la habrá visto, la anunció hace siglos un sabio agorero: “dos cosas mueven el Mundo, las braguetas y el dinero”. Si tenemos en cuenta que lo de las braguetas se resuelve hoy fácilmente con dinero, tenemos simplificada la ecuación.

La economía, o el comercio, es actualmente el único poder omnímodo a escala planetaria. Es definitivo, y suena todo lo mal que parece. Aunque existen fortalezas económicas muy grandes, más que países enteros, no existe un liderazgo conocido de ese poder. La economía se rige por sus propias reglas, y hace ya mucho tiempo que se empezaron a homogeneizar los sistemas regulatorios y semióticos para asegurar el funcionamiento del sistema. La explosión de las telecomunicaciones a nivel global se aprovechó principalmente para el comercio. La actividad económica global, transporte incluido, es una máquina hiperacelerada de la que no se sabe su capacidad de aguante.

Con todo, no es la producción ni el comercio lo que domina el mundo económico (por extensión, el mundo) sino la especulación y el resultado financiero. Los intereses que mueven el planeta no son tangibles. Y eso es lo terrible, porque no parará, ni siquiera cuando las máquinas del comercio internacional, del turismo y de la producción masiva de bienes de consumo gripen (que lo harán). Siempre quedarán las guerras.

Este poder del dinero, la búsqueda del beneficio como primer y último motivo de la actividad empresarial y corporativa, es un invento humano. Sin embargo, le falta la primera característica de lo humano: la dignidad. No se para ante nada y no tiene medida. Da igual la afectación de un ecosistema a diez que a cinco mil años vista, da igual la muerte de unos cuantos pacientes que no pueden pagar un tratamiento que la masacre de miles de niños pobres en Gaza o Yemen. Los algoritmos financieros no cubren lo humano.

El poder económico-financiero de escala global es imparable, porque lo único que podría regularlo es el Derecho Internacional. Pero este ha fracasado, lo vemos a diario en las vicisitudes de los conflictos actuales. Porque para que el Derecho pueda aplicarse, la primera condición es que sea coactivo; es decir, que pueda comportar castigos al incumplimiento. Y esto no se produce, fundamentalmente porque no existe gobierno ni organismo mundial que pueda desarrollar un Derecho uniforme y obligatorio.

Para el advenimiento definitivo de un orden mundial único hacen falta dos cosas: capacidad efectiva de control a nivel planetario, lo cual ya existe gracias a la tecnología, y una voluntad mayoritaria de asimilación que, por definición, sería ardua de conseguir. Probablemente, se necesitarían varias crisis graves seguidas, tipo pandemia o guerra global, para que las diferentes sociedades asumieran la necesidad de unificar ciertas normas. Personalmente, estoy convencido de que esto llegará, aunque también pienso que será terrible el camino. Aunque quizás no sea muy largo.

La humanidad cada vez más es una jungla donde existe literalmente todo tipo de gente. La ciencia es cuestionada como nunca antes, a pesar de que será lo único que en última instancia podrá asegurar la continuidad de la raza humana. Las redes sociales y la comunicación instantánea han conformado un mundo donde cada vez hay y habrá más emigrantes económicos, pero todos ellos, sean magrebíes, mejicanos, subsaharianos o guatemaltecos necesitan un móvil 3G, al menos. Se está gestando muy rápidamente una orgullosa humanidad que no sabe dónde va. Internet, es un hecho, ha expandido la estupidez con mucha más eficacia, rapidez y profundidad que el conocimiento.  Y en un mundo donde los espejismos, fantasías y mentiras se toman como evidencia, es lógico que la evidencia se trate como un espejismo.

Estamos ya en un mundo diferente del de hace apenas 30 años. Curiosamente, ese mundo tan diferente produce los mismos monstruos. ¿Será la condición humana? Creo que sí, y en Palestina se ve, con orgullo para muchos y sin dignidad para nadie.


 

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