2022-12-03
En un artículo anterior apunté una tesis que ahora trataré de desarrollar. Ya sabe el lector que soy ferviente practicante del método científico, por lo que los aspectos que crea duplicados, omitidos u olvidados deberá considerarlos ceteris paribus.
Yo aún recuerdo el mundo simple, compuesto por países, razas y estereotipos de mi infancia. Existía (y se practicaba) el Domund, era difícil hasta poder llegar a ser imposible comunicar con ciertos lugares, había más forasteros que extranjeros (y daban más miedo) y el sistema social basado en la familia imperaba en Europa, que era el único mundo conocido que importaba fuera de la televisión, proveniente casi toda ella de los USA doblada al mejicano o directamente al spanglish. Parece mentira. En cincuenta años, esas y todas las demás características puntuales, particulares de un país, lugar o comunidad, se deshacen irremediablemente en la amalgama de la globalización.
Globalización era al principio una palabra culta, que usaban solamente los eruditos y no parecía tan (digamos) potente. Poco a poco se nos fue introduciendo, primero en el léxico, después en las costumbres y finalmente en la vida. Ha llegado definitivamente, y sólo un cataclismo de proporción planetaria que devuelva al ser humano a las cavernas podría cambiar eso. Curiosamente, siendo un concepto social por encima de todo, quienes primero vaticinaron su llegada fueron los economistas. Más adelante trataremos de eso.
De las múltiples caras de lo global, de lo planetario, voy a enfocarme en dos, ninguna de las cuales puede ya ser cuestionada. La primera es la penetración a todos los niveles de la telefonía móvil. Ya hay ocho mil millones de personas en el mundo, y probablemente estén activos el mismo número de terminales. Pero no es sólo telefonía. Es localización, uniformidad, clasificación y desclasificación: en suma, una mezcla de componentes imposibles de analizar ni mucho menos gestionar sin la informática.
A priori, no parece malo que exista capacidad de comunicación global e instantánea, y desde luego eso es algo que contribuye de manera decisiva a su propia expansión, en un proceso de autoaceleración permanente que, curiosamente, la ciencia aún no ve limitado. Cuando parece que los actuales componentes y técnicas deben llegar a su límite material, aparecen otros con mayores prestaciones. Todo fenomenal.
Cabría pensar que esta potencia inigualable en la transmisión de datos e informaciones conllevaría un desarrollo paralelo de la civilización, entendida como capacidad de raciocinio, organización y desarrollo de las mejores cualidades de lo humano. Lamentablemente, no es así sino todo lo contrario. El gran avance técnico que permite la difusión de ideas no logra soslayar algo sabido desde la antigüedad: las ideas y los pensamientos son de diversas densidades. La cultura y la ciencia son pesadas y lentas de transmitir porque requieren entendimiento y funcionan mejor en pequeñas dosis y ambientes limitados; las tradiciones, la religión y cualquier otra forma de estulticia se contagian de manera casi automática porque son ligeras y sólo necesitan emoción y cercanía, por lo que 8.000 millones son mucho mejor que 500. En un entorno masificado donde cada uno tenemos un terminal que nos asoma al resto, la estupidización universal es imparable.
Si nos detenemos un segundo a examinar la pantalla de nuestro móvil (que ya en todos los aspectos no es sino un pequeño ordenador) quizás caeremos en un detalle que pasa inadvertido por ser tan común. Cuando pasamos de pantalla, nos movemos por ellas o buscamos cualquier cosa aparecen cada vez con mayor frecuencia anuncios publicitarios de todo tipo. Esos anuncios, además, parecen saber qué cosas ofrecer porque casualmente están relacionados con nuestras búsquedas anteriores, las pantallas que hemos visto y los lugares web que hemos visitado.
El comercio es sin duda ese segundo ámbito mundializado. Aparece imbricado en el exponencial desarrollo de las comunicaciones globales de manera indisoluble, pues son vehículo y soporte mutuos. Y este comercio a escala planetaria no es sino una expresión particular del único poder global que existe en el mundo, cada vez más libre, sin freno, sin dirección ni poder que lo controle: la economía.
En el siguiente artículo trataré de analizar este poder omnímodo, e imaginar un poco hacia dónde nos lleva. Entre tanto, voy a exponer al lector a una pregunta que yo mismo me hago, aunque la respuesta podrá ser ya supuesta. Estamos experimentando y sufriendo las consecuencias de una guerra que en principio no parece muy diferente de otras: un abusón, que además ya venía avisando, invade un país vecino y trata de absorber de facto sus instituciones políticas. Entonces, ¿qué es lo que hace diferente la situación de guerra en Ucrania, y nos hace difícil prever el cómo y el cuándo de su final? ¿Será acaso esta economía mundial? Piensen en ello.
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