2022-12-03


Se llama Mohamed, Ahmed, Salif, también se llama Manuel o Nicola y cuando pasas a su lado se vuelve invisible. Tal vez no lo sepas, pero él es el inmigrante que pasea en la esquina de tu hogar.

Los ves cuando se junta con otros compañeros en la estación de autobuses esperando un día de trabajo en algún corte. A esos lugares ellos le llaman Plaza Chad y no solo son el lugar donde buscar trabajo, son también puntos de reunión, de información sobre sus familias, donde pasar las horas muertas de los largos días lejos de casa. Desde allí evocan las plazas de sus pueblos, aquel árbol de las palabras donde esperan a que el tiempo les alcance.

Por toda la provincia de Jaén un rosario de albergues y de voluntarios les atienden en su peregrinaje que empezó más allá de la otra orilla del Mediterráneo. Donde el África mutilada despide de sus hijos hambrientos hacia donde mueren los sueños truncados. Las arenas del desierto, el hambre, la sed y la violencia. Más tarde una travesía en patera con el miedo como compañero de viaje sobre aguas embravecidas por la unión del Mediterráneo con las aguas del Atlántico. “Quemar la frontera” es como llaman a la partida y su forma de acabar con el pasado. Lejos, la madre reza la sura del Viaje Nocturno por su hijo a la luz de una luna cansada, es la hora en la que el imán no puede distinguir un hilo negro de uno blanco.

Al arribar a esta parte del Estrecho, a los que sobreviven, les espera un centro de internamiento y más tarde en un albergue a las afueras de un pueblo aceitunero. Un intrincado sistema burocrático y leyes poco favorables que les hará tardar años en legalizar su situación. Años arrastrando su vida en unas pocas bolsas, bajo el frío y la lluvia caída de un cielo ajeno. Durmiendo en estaciones y parques, siempre lejos de los ojos de las autoridades, expuestos a la explotación laboral de empresarios sin escrúpulos. Algunos sobreviven en campamentos improvisados en los campos o cerca de los invernaderos, donde se agrupan según sus nacionalidades. Un bocadillo bajo el brazo, tal vez unos días de aceituna para después continuar su peregrinación; la naranja en Valencia, la uva en La Mancha, la fresa en Huelva. En una Europa que ambiciona las riquezas de África pero que cierra las puertas a sus hijos.

Tal vez un día Europa despierte y dejarán de ser invisibles. Tal vez, un día, nos demos cuenta que la pobreza no es casual ni castigo de ningún dios y que es solo la consecuencia de nuestra avaricia, de un sistema que avasalla al más débil que enriquecer a los poderosos. Tal vez algún día comprendamos que nuestros actos no son ajenos a estos problemas. Es lo que nosotros hacemos y lo que dejamos de hacer lo que crea las injusticias.

Estas Crónicas de Piedra nacen para dar voz a los sin voz. Pero también para aquellos que no ven más allá de un puñado de inmigrantes. Para que aprendan a ver el mundo con otros ojos.


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