FRANCISCO ÁNGEL PASTOR GONZÁLEZ

...Y entonces llegó el día en que su padre murió.

2025-02-09

Ojos de Reptil

 

El parto fue como la seda. No pidió epidural, pues tanto ella como el padre de la criatura eran reacios a la utilización de cualquier tipo de farmacopea inducida químicamente. Aún y así, el neonato fue indulgente y prácticamente se deslizó por el canal uterino sin causar desgarro alguno hacia la franja de luz que se abrió en la pequeña oquedad de su universo. No lloró al llegar al mundo. Notó el tacto extraño de unas manos ajenas que lo incorporaron, anunciándole la hasta entonces desconocida verticalidad. Respiró tranquilo y al compás de su madre, llenando de aire sus pulmones nuevos. El cambio de temperatura exterior erizaba su piel recién lavada, pero no llegaba a inquietarlo con el aguijonazo del miedo. Cuando cortaron el cordón umbilical, el olor y el calor cercano de mamá lo calmaban, así que no le importó esa ligera incomodidad. La única molestia era el esplendor; un exceso de luz que saturaba de un blanco intenso todo lo circundante, a pesar de tener los párpados cerrados. Se aventuró a abrir primero un ojo, después el otro, y las lágrimas corrieron calientes por sus mejillas sonrosadas, difuminando la imagen tiznada en sepia que le devolvía su recién estrenada realidad.  Eran lágrimas perezosas, diluidas en el asombro que le producía aquel amplio entorno que no entendía; y al encontrarse con el hermoso rostro de su madre, comprendió que algo iba mal. Estaba crispado, alterado, y de repente lo apartó de ella, echándolo en brazos de la enfermera con un rictus de marcado terror en las facciones…  Entonces el niño lloró, acosado por la irrupción del repentino rechazo, asustado por la incomprensión de la súbita distancia que su madre ponía entre los dos. Fue ahí, cuando el mundo le dio la bienvenida, con dolor.

El pequeño nació con una extraña mutación: el color de sus iris era ámbar como la miel y sus pupilas alongadas como las de un reptil; esa fue la razón del arrebatado espanto de su madre, que en su fuero interno renegó tácitamente de él, considerándolo algo manchado, maldito. Quizás el niño aún hubiera podido tener una vida con ciertos visos de normalidad, pero la ambición de una avispada enfermera descubrió el modo de sacar una espontánea foto que enseguida se hizo viral en las redes, y de la que surgieron múltiples memes: el niño con gafas de sol, con lengua viperina; cubriendo todo un abanico de posibilidades, desde las más espeluznantes hasta las más jocosas, como el que rezaba en su encabezamiento, “La avanzadilla pelona de los lagartos asesinos”. Ser caricaturizado de esta manera no trajo nada más que desdicha y oprobio al recién nacido, pero poco importó su estabilidad emocional, pues donde su madre, devota cristiana, veía una criatura salida arrastras de los pozos del averno, su padre descubrió la posibilidad de hacer un lucrativo negocio. Nada más parecía disfuncional en el pequeño, aparte de aquellos extraños e hipnóticos ojos, pero no cabía duda de que se trataba de una marca indeleble a la que era imposible renunciar. Siendo como era un niño completamente normal, el desapego materno lo llenaba de tristeza y desolación, en tanto que el padre, habiendo visto en su hijo un cajero automático con ojos raros, se dedicó a explotar su imagen hasta la saciedad en todo tipo de saraos, anuncios y programas televisivos de toda índole, si bien sus apariciones públicas terminaron adoptando un marcado sesgo ocultista y misterioso, cuyo baluarte eran aquellos ojos rallados que estremecían de terror a todo aquel que era capaz de aguantarle la mirada. Y, sin embargo, nada había de diabólico en aquel joven, a todas luces, perfectamente normal.

Hicieron una inmensa fortuna con su exposición televisiva, y el niño fue creciendo entre la algarabía de admiradores que sólo veían en él una atracción de feria y aquellos que incluso lo miraban con cierta reverencia. Ni que decir tiene que el muchacho se crió completamente solo, más allá de todos los bienes materiales que habían acumulado; sin amigos, y desahuciado del amor de su madre cuyos prejuicios no hacían más que crecer, hasta el punto en que terminó por abandonándolos a su padre y a él, recluyéndose en un monasterio para pedir perdón a su dios por alumbrar a semejante abominación. Y así, con su padre como único referente de amor filial, el niño se dejaba manejar y manipular por miedo a perderlo también a él. Lo único que iba viento en popa era la cuenta bancaria, que no dejaba de acumular ceros.

Y entonces llegó el día en que su padre murió.

Años de excesos y de una soberbia regada con dinero hicieron que su corazón no lo soportara, dejando al pobre niño mucho más solo de lo que ya se sentía. Desesperado, creyendo que aquellos ojos rayados eran la maldición que su madre decía, al cumplir los once años pensó en arrancárselos e internarse en un sanatorio siquiátrico, así de profunda llegó a ser su infelicidad. Y lo hubiera hecho de no ser por la extraña circunstancia que tuvo lugar al volver del entierro de su padre, allí, en la soledad de su enorme mansión.  Al abrir los ojos, tras quedar profundamente dormido por el cansancio, su vida cambió y su mundo jamás volvió a ser el mismo. Tumbado en su cama, al mirar al techo, comenzó a ver una serie de figuras espectrales que, paralizado por el miedo, no fue capaz de contextualizar; descendían sobre él para quedándose cerca de su rostro, difuminarse en sonrisas perversas. Envueltos en una suerte de bruma o éter, lo rodeaban pululando a su alrededor, etéreos como una brisa; otras veces, densos como el puré o la melaza.

            —¿Quiénes sois? ¿Quién os ha llamado?, Yo no —preguntó el niño, lleno de espanto. Uno de los espectros se amalgamó frente a él, cobrando forma. Desde lo indefinido a algo semejante a un homúnculo humano. Una suerte de esqueleto sobre el que se arracimaban jirones de piel, músculos, nervios y tendones; algo impío y sacrílego que desafiaba la razón bordeando lo macabro.

            —Siempre hemos estado aquí, maestro —dijo la figura condenada—. Esperando pacientemente a que un trauma desarrollara la perspicacia de tu Visión Maldita. La muerte de tu progenitor nos ha revelado. Ahora ya, nunca dejarás de vernos.

Su primera reacción fue la de un pavor inmovilizador, por un momento se creyó maldito, corrompido, condenado; sin embargo, los minutos pasaban y aquellas apariciones no le atacaron. Muy al contrario, se postraron ante él. Reponiéndose a la sorpresa inicial, consiguió levantarse de la cama e incluso salir fuera de la mansión, seguido por aquel recién descubierto ejército de acólitos espectrales. Allá donde miraba alguna otra criatura se revelaba; era como desgajar las capas de cebolla que conformaban la realidad; estos entes, siempre habían estado allí superpuestos junto a todo lo real, todo lo humano, y gracias a aquellos ojos suyos, se habían hecho presentes en su nueva realidad. ¿Cómo se había referido a ella el espectro? A sí, Visión Maldita.  Se volvió hacia el que tenía detrás, el que le había hablado.

            —Perdona —le dijo—, ¿por qué yo? ¿Por qué ahora? El ente, aunque visible, no era del todo corpóreo, y lo numinoso de su presencia hacía crepitar de estática el aire circundante, quizás era la forma en que el mundo material aborrecía el contacto con lo sacrílego…

            —Está escrito en el Necronomicón —respondió el espectro, y sus palabras reverberaron en el ambiente, como el agudo y tétrico gorjeo de un cuervo enfermo—: “Un niño sin infancia será el heraldo del lamento y sus ojos anunciarán la venida del desolador de mundos. Será éste el profeta oscuro que entregará la tierra ultrajada para su condena”

El niño meditó el mensaje, haciendo un escrutinio reposado de cada palabra. En su fuero interno sabía que era verdad, aquellos ojos ámbar suyos, lo habían apartado del amor para esto, el advenimiento de la era del dolor; su madre…, su madre llevaba razón.

            —¿Y cuál es el siguiente paso? —quiso saber.

            —Romper las cadenas que te atan con todo lo humano, pulverizar los vínculos; después de eso podrás abrir el portal por el que el señor tentacular abordará esta realidad.

            —¿Podré tener amigos?

            —Tendrás un ejército sometido a tu capricho —dijo el espectro, describiendo con la mano un abanico que abarcaba a todos aquellos seres que ahora el niño podía ver.

El poder se le antojó un pobre sustituto, pero tendría que valer, después de tanto desprecio, sufrimiento y negación como había experimentado en su niñez…

            —¡Vamos! —dijo.

            —¿Dónde, mi señor?

            —A quebrar los vínculos…

Capitaneando aquella horda oscura, que sólo él veía, les ordenó masacrar a todo aquel que se cruzara en su camino, alfombrando de cadáveres todo el largo recorrido que le condujo hasta aquella institución que no había vuelto a visitar. Abades, monjas y residentes, tampoco pudieron frenarlo en su camino a la habitación 717. El chirrido de las bisagras de la puerta, fue la corneta que anunció su presencia:          

            —¡Hola, mamá! —dijo.


 

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