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2023-09-24
Navidad en familia
La cocina está integrada en el salón-comedor. La televisión —una vez encendida, es imparable— al tiempo que habla y habla sin cesar, muestra imágenes que nadie ve, pero, como dice Carmen, «te acompañan y no te sientes tan sola mientras trajinas». Ricardo disfruta de un vermut rojo mientras hojea el periódico, ajeno al aburrido soniquete de la tele. Súbitamente, un repiqueteo ensordecedor de campanas emerge del televisor. Es un anuncio publicitario que le perturba la paz que gozaba. El dichoso campanilleo anuncia unas muñecas que lloran y hacen pis. «Jamás compraría esas dichosas muñecas —piensa Ricardo—, privan de imaginación a las niñas».
—Bueno, cari, un año más ya está aquí la Navidad, —le dice a su mujer, ocupada ante la vitrocerámica—. Nos esperan dos meses de películas ñoñas y sensibleras, dos meses de anuncios de turrones, de colonias, de joyas y juguetes, como si no se pudiera regalar cualquier otro día del año.
—¡Todos los años igual! ¿Vas a empezar el discurso de siempre? Que si San Valentín, que si el Día del Libro, el día del padre y el de la madre que lo parió. No te sulfures, Ricardo, sabes cómo funciona el consumismo, hace años que estamos inmersos en él.
—Ya. Puedes obsequiar a cualquiera con veinte regalos al año, pero si no le regalas algo en Reyes o para su cumpleaños nunca te lo perdonará. Eso es lo malo, Carmen, que la gente está amaestrada y ni siquiera se plantea otro modo de convivir, actúa según las pautas que le indican los intereses de las empresas: para el día de los enamorados, flores, libros para San Jordi, corbatas y colonias para el padre y joyas para la madre.
—¿Y qué quieres? Eso es lo que hay. Por cierto, esta Nochevieja viene mi hermano a cenar, así que ya podemos ir preparando los regalos.
De mala gana, Ricardo acompañó a su mujer la tarde que decidió ir compras. Para ella, sin duda, salir de compras era un atractivo fascinante, una magia que prefería no compartir con nadie, pero su marido debía participar en la elección de los regalos. Para Ricardo, ir compras tan solo era un mal trance.
Del techo de las calles cuelgan multicolores luces formando figuras navideñas: campanillas, estrellas… En los escaparates relucen cordones multicolores de luces intermitentes. La gente, imbuida en sus abrigos, bulle por las calles entrando y saliendo de tiendas y centros comerciales. Nada de esto le importa ni atrae la atención de Ricardo.
Sin apenas darse cuenta, la musiquilla de los villancicos que flota en el aire le seduce e invade su espíritu,
una alegría interior, que hace tiempo no experimentaba, domina su estado de ánimo. Asió la mano de Carmen y entrelazó sus dedos dirigiéndole una mirada sonriente. Sin saberlo, Ricardo se siente feliz y tolera que su mujer dirija sus pasos entre la vorágine de gente que invade las calles.
Una vela, adornada con ramitas de acebo, destaca en el centro de la mesa cubierta por un níveo mantel. En los platos, sobre las servilletas, unas cajitas cerradas con celofán rojo esperan a que sus destinatarios las abran. El olor de la cocina inundaba toda la casa. Era un olor agradable que invitaba a la comida.
—Estaba todo riquísimo, Carmen, te superas cada año con la cena —le dice su hermano Juan.
Ricardo trae el cava.
—¡Por unas felices fiestas y un próspero año nuevo!
Las burbujas de cava se rompían en los paladares y la alegría inunda el hogar. Un año más —o un año menos—, Ricardo había sucumbido a las reglas del juego, pero en el fondo de su corazón, quizá sin saberlo, era feliz. Dentro de un año se repetiría el mismo ritual y él sería igual de afortunado por tener junto a sí a su amada Carmen. Para Ricardo, la Navidad no era más que una excusa para avivar su amor.
—Unas fiestas que ya no nos pertenecen—murmulla entre dientes Ricardo—, somos nosotros los que estamos sometidos a ellas. Nos las importan robando nuestras tradiciones. ¿Dónde están los belenes familiares, —dice, alzando la voz—, los villancicos al ritmo de panderetas y botellas de anís?
Papá Noel ha desterrado a los Reyes Magos y las astas de sus renos han ahuyentado a los camellos.
—Ricardo —le interrumpe Carmen, su mujer— deja ya de rezongar el mismo sermón de todos los años, la vida y las costumbres cambian, todos cambiamos, incluso tú.
—Ya, la cuestión es saber si para bien… ¡Merche —casi le grita a su cuñada— ¿puedes dejar el móvil? Estás aquí, pero no estás con nosotros, ¿no te das cuenta?
—Estoy deseando Feliz Año a mi familia y a mis amigos.
—¿Nosotros no somos tu familia? Haberlos llamado antes.
—¿Todos los años igual, Ricardo?, ¿no eres capaz de disfrutar sin amargarte?
—Es que me revienta seguir los cánones de una sociedad que carece de rumbo, que no sabe a
dónde va ni siquiera por qué va. Se divierte cuando se lo mandan, Carmen, ¿no te das cuenta?
—Pues entonces celebra el Fin de Año en marzo y San Valentín en agosto, pero deja de dar por saco. ¡Que estamos en Navidad, leche!
—A eso voy. Yo no espero al 14 de febrero para hacerte un regalo, sabes que de vez en cuando te sorprendo —y bien que te gusta— pero no cuando me lo impongan los comerciantes.
—¿Otra copa de cava? —media Juan—. ¡Venga, que estamos en Navidad! Y tú, Merche, deja ya el puto móvil, que van a dar las campanadas.
Sonaron los cuartos y, tras ellos, las campanadas durante las cuales los cuatro tomaron las doce uvas a las que siguieron abrazos y besos.
—¡Feliz Año Nuevo! —gritaron los cuatro.
Las burbujas de cava volvieron a romperse en los paladares. Dentro de un año se repetiría el mismo ritual y Ricardo sería igual de afortunado porque era en su corazón donde estaba la Navidad.
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