Relata, Bukowski, al inicio de su novela autobiográfica La senda del perdedor, una escena inspirada en el primero de sus recuerdos. Probablemente, el tiempo fue desvirtuando lo vivido e…

2023-05-21


Relata, Bukowski, al inicio de su novela autobiográfica La senda del perdedor, una escena inspirada en el primero de sus recuerdos. Probablemente, el tiempo fue desvirtuando lo vivido e idealizando un hecho tan simple como la imagen de un niño debajo de una mesa, observando, sin interés, como se descuelga el tapete o como los distintos invitados mueven y cruzan las piernas, iluminadas por la luz del sol que se refleja en la alfombra. No hay recuerdos pequeños ni pasado que no se pueda soñar, los límites los imponen nuestros propios prejuicios y los sentimientos contaminados que los evocan. Para los que, desde niños, nos hemos sumergido en la historia con pasión, alejados de cualquier tipo de inquietud académica, desprovistos de ese camino que la enseñanza reglada te va marcando, delimitando e, incluso, deformando. Para los que hemos saltado sin red a un universo anárquico de citas, sucesos y fechas que van apareciendo sin orden, a capricho de los autores de esos tomos que, en distintos momentos de la vida, han ido llegando a nuestras manos. Para nosotros, los primeros recuerdos estarán plagados de escenas épicas, de batallas ganadas y de orgullosos vencidos que siempre mantienen intacto su honor, pese a la derrota, por el valor demostrado en el combate. La historia la escriben los vencedores y la suelen corregir los vencidos, a veces, con buen criterio, otras deformando la realidad hasta mostrarnos situaciones, circunstancias y hechos que jamás existieron de esa manera. Una historia contada contra la libertad, donde, unos y otros, utilizando todas las herramientas a su alcance, construyen sistemas represivos, en muchos casos de extrema crueldad, para que el disidente, el rebelde, el que se atreve a gritar sin miedo que el emperador luce los cataplines al aire, mantenga la boca cerrada; mientras el resto de sus paisanos se deshacen en halagos ante un traje que ninguno puede ver.

En la antigüedad, China quemaba los escritos y ejecutaba a los que se atrevían a nombrar las obras prohibidas —lo cierto, es que la actualidad sucede algo parecido en aquel país—. En Grecia se prohibió la sátira y la caricatura —hoy, dependiendo de las personas y los temas que se satiricen y caricaturicen, existe una censura no escrita, pero implacable que se ejecuta por una sociedad domada y biempensante—. Y en Roma —no podía haber excepción— la crítica al poder podría conducirte a la muerte o a ese “olvido civil perpetuo”, la Damnatio Memoriae; el castigo a no haber nacido nunca.

El paso del tiempo no fue más halagüeño: Inquisición, Absolutismo, revoluciones que levantaban la bandera de la libertad, pero que descolgaban la hoja de la guillotina con la misma ligereza contra todos aquellos que osaron alzar la voz. Constituciones, derechos, libertades…, pero sin crítica al poder.

Hoy, en las sociedades democráticas, no existen leyes que censuren nuestras opiniones. Podemos manifestar nuestras ideas y pensamientos con total libertad, porque ninguna legislación nos condenará por ello; pero seremos condenados. Nuestra pena la sufriremos con el ataque constante y despiadado de los elementos que habitan en las redes sociales, si es ahí, donde has decidido publicar una reflexión incómoda o en los medios de comunicación, si la proyección de tus comentarios alcanza un público más amplio. Esa es la nueva censura; la que te obliga a tragar barro para que tus palabras, que aspiran a nacer libres, no te conviertan en el blanco de una masa, no tan distinta a la que definía Canetti, que no parará hasta silenciarte. Otra historia contra la libertad.


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