"siempre que iba a Jaén capital, solía terminar rebuscando en Pioneros mi descubrimiento del mes.

2024-06-16

 

BABARABATIRI

 

Creo que lo dijo Antonio Carlos Jobim, que la música popular es básicamente la que hacen los negros del caribe, los negros del jazz, los negros del Brasil, los indios y los flamencos. Todo lo demás es polca. 

Los adolescentes de la transición española crecimos musicalmente entre los discos de cantautores que nuestros hermanos mayores adquirían, y las casetes que, o bien nos comprábamos originales con los pocos ahorros que conseguíamos de aquellas paupérrimas pagas, o a las malas, nos terminaba por grabar ese amigo solvente que se podía permitir lo nuevo de Radio Futura o lo último de Gabinete Caligari. Algunos incluso íbamos más allá, y de muy buena gana nos hacíamos con los vinilos de Décima Víctima, de la Mode, de Durutti Column o de Felt, aunque no tuviéramos equipo donde poder escucharlos. En mi caso,

siempre que iba a Jaén capital, solía terminar rebuscando en Pioneros mi descubrimiento del mes.

Luego, una vez en el pueblo, comenzaban mis aventuras y desventuras con la bolsa de discos debajo del brazo, mientras me arrastraba en peregrinación de garito en garito para poder escuchar mi música. 

Los altares-estanterías de nuestros progres hermanos estaban atestados de canciones de Víctor Manuel, de Serrat y de Paco Ibáñez, aunque cada tres o cuatro discos o casetes se dejaban entrever los de Víctor Jara, Mercedes Sosa, Jorge Cafrune y, cómo no, los trovos revolucionarios de Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. De una manera casi subrepticia, terminamos por llenar de ecos cubanos el repiqueteo de misa de doce que le infundíamos a nuestras guitarras domingueras. Entretanto, su adormidera progre nos hizo creer durante muchos años y a pie juntillas, que la música popular cubana estaba en esencia pura en las canciones de aquel par de diputados castristas, así como en las de unos cuantos músicos más también cercanos a la oficialidad del régimen cubano. 

Tal vez, el «Ojalá» de Silvio Rodríguez sea el canto al desamor más tremendo y hermoso que jamás se haya escrito en lengua castellana. Y otro tanto diría sobre las melodías de Pablo Milanés, quien siempre logrará colar un par de canciones como música de fondo de algunos de los pasajes más memorables de mi adolescencia.  

En esas anduvimos largo tiempo, cuando nos llegó Rubén Blades con aquella historia cantada o canción historiada del «Pedro Navaja», para —de paso— hacernos sentir curiosidad por otras melodías hechas principalmente por cubanos y portorriqueños, aunque ni venían de Cuba ni de Puerto Rico, sino de Nueva York, y a las que todo el mundo nombraba como «salsa». En aquel término cabían músicas más o menos afines o distantes entre sí, como las del propio Blades, Celia Cruz, Tito Puente, Willie Colón…  Pero la salsa no era una música, sino la suma de muchas otras. Se trataba de ritmos incuestionablemente latinos —no sólo cubanos, sino también portorriqueños, colombianos…—, que, en Brooklyn, en el Bronx, o en Queens sufrieron la saludable infección del jazz y del soul, aunque también había piezas perdidas que no terminaban de encajar; especias en aquel sabroso condimento que resultaban difíciles de distinguir por nuestros inexpertos paladares.  

De nuevo estábamos en un terreno en el que solo se desenvolvían los iniciados. Para que la gran mayoría del público español y mundial interesado en estas músicas pudiera cerrar el círculo, tuvo que llegar uno de esos músicos raritos made in USA llamado Ry Cooder. Nada de extrañar, que el extraordinario guitarrista angelino, el rey de la música fronteriza, del «tex mex», se enamorara nada más pisar La Habana de los viejos sones cubanos. Así es cómo ha pasado a la historia, considerándosele el redescubridor de un octogenario Compay Segundo con el disco Buena Vista Social Club (1996), a pesar de que, unos años antes, ya lo había hecho Santiago Auserón con su disco antológico de música cubana, Semilla del son (1992). El caso es que aquel viejito, junto a otros músicos no menos vetustos —aunque también los había más jóvenes— nos descubrieron las canciones que forman el verdadero acervo popular cubano, reivindicando de paso a Chano Pozo, a Pérez Prado, a Miguelito Valdés, a Bola de Nieve y, sobre todos ellos, a Benny Moré. 

Probablemente, fue Benny, con sus composiciones y con su voz, el impulsor más sobresaliente que tuvo el son, la guaracha, el mambo, el chachachá, y hasta el mismísimo bolero. Y todo ello, a pesar de que, a los cuarenta y tres años, su voz y su genio se ahogaron definitivamente en un vaso de ron. A pesar, una vez más, del ostracismo al que la oficialidad castrista relegó su música y la de muchos otros autores no proclives a infundir a sus composiciones una mácula revolucionaria, el pueblo cubano no olvidó ni dejó de cantar sus composiciones, consideradas, por otra parte, indignas para los miembros del partido, alegando una supuesta banalidad en el contenido de sus letras. 

Todos esos ritmos calientes que habían nacido y evolucionado en la isla antes de repartirse por los confines del mundo conformaron un sabroso caldo de cultivo que terminaría por derivar en aquella rica «salsa» neoyorkina, elaborada por disidentes y expatriados —voluntarios o forzosos—, aunque

en la gran manzana solo se le había añadido unos pellizquitos de soul, de jazz y de big band a un moje en ebullición salido de la misma Cuba. 

Tanto Benny Moré como Pérez Prado son parte bien culpable de esta bendita fechoría musical. Paradójicamente, ninguno de los dos se afincó en Nueva York. Mientras Pérez Prado alentaba aquella música con su mambo desde Méjico, Moré, aunque también anduvo una temporada por tierras aztecas, decidió regresar a su Santa Isabel de las Lajas natal, para continuar desde allí y hasta el final de sus días su reinado en el son. 

Hay una canción de una rareza brutal, que fue compuesta entre los dos, y que, además,

viene a ser el preludio de los futuros aconteceres que se dieron en la música cubana.

Precisamente, el hecho de ser anterior en el tiempo a todo el fenómeno salsero la hace mucho más enigmática y bella. Es una extraña maravilla que la «proto salsa» nos dio, gracias a la conjunción de un genio como Benny Moré —«el bárbaro del ritmo»—, con su endiablada forma de improvisar y de entender la canción, respaldado y hasta arropado por la sabiduría musical de un Pérez Prado —«el rey del mambo»— ya muy ducho en el afro-cuban. Una canción que es leyenda de pura magia cubana, de mismísima santería, hasta en el trabalenguas de su nombre: «Babarabatiri». 

Nada más oír aquella canción, no sé por qué vino a mi cabeza una imagen lejana, casi irreconocible ya para mí, impregnada en la urgencia y el desfogue de aquel incendio continuo en los bajos de antaño, de aquel olor de nuestros cuerpos hechos un mismo sudor y de nuestros pechos, asmáticos perdidos en el jadeo de una cópula en sesión continua.

Yo tenía el convencimiento de haber dejado todo ese alboroto bien lejos, cerrado a cal y canto entre cuatro paredes forradas de un papel con una horrible cenefa del color del despecho: un verde hiel de pésimos recuerdos que hacía casi irrespirable aquel piso de estudiantes.  Tan solo, alguna vez, me venían a la cabeza pequeños pálpitos, ráfagas de luz, luciérnagas inquietas iluminando el sendero dibujado junto a la tapia que bordeaba el cementerio.  

Tiempos del antes, del mientras, aprendíamos: los tactos primeros, los inesperados roces, las claves fallidas, y los intentos —siempre los intentos— de nuevo. Aquel pantalón suyo, sobre todas las cosas, con una intrincada botonadura en el costado. Conseguir desabrochar el primero, y, de momento, un vuelco al corazón y aquella mano fría rebuscando en mi vientre para terminar al fin encontrando lo que buscaba; y ayudar entonces con la mía para corregirla, antes de que siguiera haciéndome daño. Ahora que lo pienso… ¡es tan hermoso ese recuerdo! 

Aquel «loquefueralonuestro» era otra cosa. No es que lo eche de menos, pero sí que mataría por un pedacito siquiera de aquellas ganas de aprender de la otra, de aprender del otro, sin miedo a equivocarse ni a tener que empezar de nuevo. Bastaría con que sonara una vez más el «Babarabatiri».


 

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